Rafael Domingo Oslé, catedrático de la Universidad de Navarra, investigador del Instituto Cultura y Sociedad e investigador en la Universidad de Emory.
Hacia una universidad global
En estas últimas semanas, la prensa nacional ha dado cumplida noticia de algunos rankings universitarios europeos. En ellos, ha quedado claro que la universidad española, salvo honrosas excepciones de las que todos deberíamos sentirnos orgullosos, tiene bastante que mejorar para estar a la cabeza. Por muy cuestionables que sean estos rankings, ahí están y cierto valor tienen.
No me gusta caer en lamentos estériles, pues soy de natural optimista. En España hay muy buenos profesionales trabajando en las universidades, públicas y privadas, así como en tantos organismos de apoyo a la educación superior. Por lo demás, las generalizaciones nunca son acertadas. La medicina, la arquitectura, la ingeniería, las escuelas de negocios españolas ocupan un puesto de honor en el panorama mundial que debe ser reconocido. Nuestros grandes bufetes compiten de tú a tú con los mejores despachos de Europa. Los ejemplos abundan.
Mucho es lo que se ha hecho en este campo de la docencia y la investigación, y, gracias al esfuerzo de tantas personas, nuestras universidades poco tienen que ver con las que teníamos hace unos lustros. Con todo, mucho es también lo que hay que avanzar para que España ocupe un puesto destacado en el panorama universitario internacional. A la primera división de la liga universitaria global no se llega tan fácilmente. Pero creo que ha llegado el momento de intentarlo seriamente.
En mi opinión, hay un primer cambio necesario, no negociable, que debe darse para lograr una mejora sustancial de la universidad española y ser realmente competitivos. Se trata del reconocimiento claro y sin fisuras, con todas sus consecuencias, de que el idioma oficial de la universidad española es, no el español, sino el inglés, como es el de los aeropuertos, con independencia de donde estén ubicados.
Un campus universitario puede ser bilingüe o multilingüe, si fuera el caso, pero siempre habrá de mantener el inglés como idioma oficial, como expresión clara de su universalidad. Esto ya sucede en las escuelas de negocio o algunos centros de investigación, pero es mucho todavía lo que se puede conseguir.
Que el español sea una bellísima y extendida lengua que debemos cuidar y potenciar como uno de los mejores activos de nuestra sociedad, no significa que no debamos subirnos al tren del inglés. Lo uno no quita lo otro. No nos engañemos pensando que España y Europa son multilingües y que la diversidad lingüística es una riqueza, que lo es, reñida con la pretendida supremacía de una lengua sobre la demás. Lo cierto es que, hoy por hoy, el idioma global y científico por excelencia es el inglés. Y que lo que no está dicho o escrito en inglés no existe en el panorama científico internacional.
Nuestros campus no se internacionalizarán en serio, por mucha solera que tengan nuestras universidades, en tanto en cuanto no sean anglófonos. Por eso, el reto que tenemos por delante es que todo profesor menor de cincuenta, o incluso sesenta años, que trabaje en una universidad española sea capaz de dar clases y escribir sus publicaciones en inglés. Este proceso puede llevar un tiempo, pero en su día dará un fruto inmenso, como lo dio hacer una buena traducción del Quijote al inglés. Fue entonces cuando realmente se universalizó nuestra cultura, pues fuimos capaces de mostrar la belleza de lo nuestro en la lengua de los otros.
Dar este salto al inglés, para quien tenga que darlo, se trata, al fin y al cabo, de una decisión muy personal, pues puede llegar a exigir un gran esfuerzo. Por eso, debe ser positivamente estimulada por las autoridades universitarias mediante la concesión de amplios permisos de residencia en el extranjero a cambio de objetivos concretos en docencia e investigación.
En una reciente evaluación para una plaza de investigador en temas sociales en una prestigiosa universidad americana, no se tuvieron en cuenta importantes investigaciones publicadas en español, francés, italiano y alemán. No fue un problema de desprecio lingüístico, sino de claro reconocimiento de que, en la liga internacional, se opera en inglés. Todo lo que no está en inglés se halla por definición en la segunda división. Esas son las reglas de juego. Y punto.
Esto que digo es obvio en el mundo de las ciencias, pero quizás no tanto en el mundo de las humanidades. Cultivadores de ciencias más tradicionales, como el derecho, me dirán que no es posible explicar el código civil español en inglés, y que el derecho español demanda conocer la lengua española. Responderé diciendo que el hecho de que una ciencia esté muy condicionada por un idioma concreto, como sucede, al derecho por ejemplo, no quita para que dicha ciencia deba poder explicarse y darse perfectamente a conocer en inglés.
Los alemanes hacen un gran esfuerzo para que sus leyes y sentencias más importantes, repletas tantas veces de complicados tecnicismos, se traduzcan al inglés. Recientemente, he dado clases a estudiantes americanos sobre transmisión de la propiedad en los distintos ordenamientos jurídicos europeos. Tuve que hacer un gran esfuerzo conceptual de adaptación, pero creo que mereció la pena. Lo que no está en inglés, no está en el mundo de la ciencia. Esto, hoy en día, ya no es discutible, por más que pueda costar todavía a algunos aceptarlo.
Para conseguir este objetivo del inglés a corto plazo, y de paso refrescar nuestro sistema universitario, me parece que todos los doctorandos españoles deberían escribir sus tesis doctorales en inglés y obtener su título en universidades extranjeras. Unos cuantos años trabajando en un país extranjero cambia por completo la percepción de un joven docente o investigador y esto es, a la postre, lo que verdaderamente transformará el panorama universitario español en unos lustros.
Qué diferencia tan grande entre una universidad cuyo claustro académico ha obtenido títulos en centenares de universidades extranjeras y una universidad cuyo claustro está básicamente compuesto por personas procedentes de un único sistema universitario, por bueno que este sea. No es cuestión de calidad; es cuestión de diversidad. Y aquí la diversidad marca la diferencia.
La universidad, se quiera o no, se ha internacionalizado y, por eso, se ha diversificado. La diversificación, por tanto, debe ser entendida como un poderoso activo que impulsa la internacionalización. Por eso, hablar de rankings españoles, entre universidades españolas, no tiene ya sentido. Es como comparar barrios de una misma ciudad cuando lo que realmente se está discutiendo es en qué ciudad se vive mejor.
No piense el lector que quien escribe estas líneas nació llamando a su padre daddy. Ni mucho menos. Soy de la última generación del francés escolar, a mucha honra, y, como jurista, fui formado en ambientes académicos alemanes e italianos. Hasta los cuarenta años, el inglés, para mí, no existía más allá del mundo de la canción. En este sentido, soy un converso. Quizás por eso hablo con la impertinencia de quien ha visto los resultados del esfuerzo.