05/05/2024
Publicado en
The Conversation España
Enrique Baquero |
Investigador del Instituto de Biodiversidad y Medioambiente (BIOMA) y profesor de la Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra
Arturo H. Ariño |
Profesor de Ecología, investigador senior del Instituto de Biodiversidad y Medio Ambiente y responsable de investigación del Museo de Ciencias, Universidad de Navarra
Todos hemos escuchado alguna vez que las espinacas tienen mucho más hierro que otras verduras. Y quizás también le suene la famosa idea de que esto se debe a una coma mal puesta en un trabajo sobre las cantidades de este nutriente en las verduras publicado en 1870 por Emil Wolff.
Curiosamente, Popeye fue creado a causa de aquella creencia errónea y contribuyó a que el consumo de espinacas aumentara en un tercio en los Estados Unidos. Son mitos sobre mito, una prueba de que a veces lo que sabemos “de toda la vida” se apoya en pies de barro.
El estudio de Wolff, que fue tomado por bueno hasta la década de 1930, contenía un error en una tabla, pero este afectaba por igual a todos los alimentos de los que informaba su valor nutritivo. Así, la historia de la coma decimal es una simplificación de 1981 que reinterpreta otros errores al tratar unos pocos datos.
Por su parte, Popeye no comenzó a comer espinacas hasta 1932, tres años después de la creación del cómic. Pero no por el hierro sino por la vitamina A, la misma que más tarde se usó –esta vez deliberadamente– en el mito de las zanahorias.
Para entonces, el consumo de espinacas ya había aumentado porque la falacia del hierro se había popularizado, si bien muchos niños siguieron “sufriendo” una dieta rica en espinacas gracias a las recomendaciones del férreo marino vegetariano.
Mitos congelados
Otro ejemplo de decisión pétrea basada en datos tenues tiene que ver con una creencia sobre la que existe toda una industria regulada por ley: que los alimentos congelados deben conservarse a -18 °C o más fríos.
¿Por qué precisamente esta temperatura? Cabría esperar que, a consecuencia de estudios científicos o de la experiencia del sector. A fin de cuentas, si no fuera así y unos pocos grados arriba o abajo importaran poco, ¿por qué se establece tan rígidamente?
En primer lugar, la Microbiología nos dice que los microorganismos que estropean los alimentos detienen su crecimiento con el frío. Pero según se demostró ya hace años, con mantener los productos a -12 °C es suficiente para que el crecimiento y la actividad bacteriana se detengan.
Otra disciplina científica, la nutrición, explica que algunas vitaminas se mantienen estables a -18 °C por un año, pero en cambio otras pueden degradarse significativamente incluso a -60 °C al cabo de unos meses sin que unos grados arriba o abajo cambien mucho el resultado.
Entonces, ¿por qué se eligió la temperatura de -18 °C como referencia para conseguir la necesaria seguridad alimentaria? Según un reciente estudio firmado por el director general del Instituto Internacional de Refrigeración (una organización intergubernamental independiente que reúne evidencia científica y técnica sobre el enfriamiento) y cinco coautores, parece que se seleccionó a mediados del siglo XX porque dentro de las temperaturas consideradas seguras corresponde precisamente a los 0 grados Fahrenheit.
Habría sido, pues, un caso de redondeo fácil de recordar. Los ingenieros habrían recogidon el guante, diseñando rutinariamente equipos y procesos basados en esa temperatura mítica de 0 °F, y la legislación habría hecho el resto.
El impacto medioambiental de cada grado
Sin embargo, si introducimos en nuestra narrativa a la Ecología, podríamos plantearnos que refrigerar implica calentar el sumidero al que va el calor retirado, que es el medioambiente, así como consumir recursos energéticos para hacerlo. Si bien la Ingeniería aumenta constantemente la eficiencia de los equipos, hay límites físicos insuperables.
Todo consumo de energía se traduce en un impacto en el medio que, hoy, puede medirse con harta frecuencia en huella de carbono. Pero ¿y si no hiciera falta enfriar tanto? ¿Sería posible mantener los alimentos congelados en condiciones de seguridad a una mayor temperatura y, de paso, reducir el consumo energético? La respuesta parece ser que sí, y se propone que sea con la referencia de los -15 °C con el fin de que, ante un problema, se tarde en llegar al límite todavía seguro (microbiológicamente) de los -12 °C.
Elección racional y ecológica de la temperatura
El informe mencionado muestra que esta simple medida supondría casi un 5 % de reducción de lo que se consume en mantener la cadena de frío a la temperatura actual. Ahorraríamos 25 teravatios hora (TWh) al año (un teravatio hora equivale al consumo anual de electricidad de 150 000 personas que viven en la UE), asimilable a 10 millones de toneladas (Mt) de gases de efecto invernadero, o lo que emiten tres millones de automóviles, tantos como circulan en toda Dinamarca. Sería, pues, otro paso razonable en la senda que nos lleva en la dirección de reducir la huella del ser humano en el medioambiente.
Vivir sosteniblemente cuesta, pero más costará hacerlo de forma insostenible. Cuanto más se ayuden entre sí las distintas ramas de la ciencia a desmontar leyendas, antes alcanzaremos los objetivos de un desarrollo sostenible más necesario que nunca.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.