06/11/2022
Publicado en
El Mundo
Loris de Nardi |
Investigador Marie Curie del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra
El 6 de noviembre se celebrará en Egipto la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27). Una ocasión para devolver al centro del debate público internacional una cuestión que, debido a la pandemia, se había convertido en un asunto secundario en la agenda pública: el calentamiento global y sus efectos sobre el clima.
El calentamiento global está siendo dramáticamente acelerado por la masiva introducción de dióxido de carbono en la atmosfera derivado de la combustión de combustibles fósiles. El aumento de las temperaturas determinará un mayor número de fenómenos naturales extremos, que, dada la vulnerabilidad de nuestras sociedades, propiciará fenómenos que hemos visto con frecuencia en los últimos años: olas de calor, sequías, inundaciones, incendios forestales, huracanes, etc.
La celebración de la cumbre ofrece una excelente ocasión para aclarar que estos desastres no son naturales. Hoy en día la expresión “desastre natural” es un lugar común en numerosos discursos de la esfera pública. No solo la emplean comunicadores aficionados y/o improvisados, sino también profesionales de la información e incluso -y esto resulta paradójico- los mismos académicos y científicos. Esta expresión está totalmente enraizada en nuestra cultura y nos resulta tan familiar que parece neutra. No obstante, está muy lejos de ser así: deforma la realidad y genera desinformación.
Las catástrofes relacionadas con amenazas de origen natural siempre son el resultado de las acciones y las decisiones humanas. Hablar de “desastres naturales” lleva a suponer que los acontecimientos desastrosos relacionados con amenazas de origen natural, como terremotos, inundaciones, incendios forestales, entre otros, se deben a fuerzas naturales poderosas o sobrenaturales que actúan irremediablemente contra los humanos. Es decir, vehicula una mala interpretación de la realidad que, en lugar de responsabilizar a la población, la hace vulnerable al fatalismo e inmovilismo.
Se ha demostrado ampliamente que un terremoto solamente se convierte en desastre cuando los edificios se derrumban sin que sus habitantes puedan desalojarlos a tiempo. Pero esto solo ocurre si no se diseñan y construyen de acuerdo con normativas sismorresistente. Esto es especialmente importante en los lugares que tienen mayor riesgo sísmico, que resultan muy predecibles: se sabe de sobra que la tierra puede volver a temblar donde ya lo ha hecho en el pasado.
Así ocurre también con las inundaciones: en un momento determinado puede llover más de lo normal, pero eso no conlleva en sí mismo un desastre. Las mayores catástrofes ocurren en llanuras aluviales donde se ha edificado. Y, ¿qué decir de los corrimientos de tierra? Es la deforestación causada por el ser humano la que deja sus crestas desnudas e indefensas frente a estos agentes de erosión.
¿Y los grandes y terribles incendios, casi imposibles de controlar, que todos los veranos arrasan miles de hectáreas de nuestros bosques, cada vez con más ferocidad? Están propiciados por la desaparición de los mosaicos de cultivo, del abandono de los terrenos agrícolas, de la despoblación de las campiñas, del consecuente aumento sustancial de biomasa y vegetación altamente inflamable en el sotobosque.
Con excepción de los terremotos, que responden a dinámicas geológicas, todos los demás fenómenos extremos que acabamos de mencionar -y que últimamente azotan nuestro maltrecho globo con mayor frecuencia- están lejos de ser naturales. Son el producto más evidente del cambio climático producido por el calentamiento global. Así, más que al capricho de la naturaleza, dichos acontecimientos, que lamentablemente muchas veces tienen consecuencias desastrosas, deben imputarse a los profundos cambios que nuestra manera de vivir y nuestro sistema económico están aportando a los equilibrios planetarios. La culpa es nuestra: explotamos inusitadamente los recursos naturales y recurrimos de forma masiva a los combustibles fósiles.
Describir dichos acontecimientos como algo “natural” determina que la responsabilidad del suceso desastroso se atribuye a la naturaleza y no a las políticas adaptativas equivocadas que lo produjeron. Esto hace más difícil concienciar y educar la población con respecto a la puesta en marcha de políticas de reducción del riesgo de desastres. La ciudadanía necesita todo tipo de anticuerpos contra la desinformación para hacer frente a los numerosos desafíos climáticos y ambientales. Y hay que hacerlo ahora, pues, como nos recuerdan a diario los científicos, se nos acaba el tiempo para reaccionar.
Por dicha razón, deberíamos sustituir “desastres naturales” por términos más apropiados y correctos, como por ejemplo “desastres socio-naturales”, tanto en los contenidos informativos como en los artículos científicos y de divulgación, así como en los discursos y charlas. Esta expresión hace explícita la estrecha relación que existe entre los desastres y las equivocadas estrategias adaptativas puestas en marcha por el ser humano.
Erradicar el término “desastres naturales” de nuestros discursos cotidianos puede parecer una mera cuestión lingüística bastante secundaria. Sin embargo, no es así. Las palabras importan, pues hacen que los mensajes calen en la sociedad. Necesitamos manejarlas con responsabilidad y consciencia.