José Benigno Freire Pérez,, Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Psicopedagogía de las chucherías
Nunca jamás imaginé que a las chucherías les encajaría un título tan rimbombante. Pero así es. Les cuento…
Walter Mischel, más de cincuenta años atrás, ideó un experimento con un engorroso título académico: "El paradigma de la demora autoimpuesta de la satisfacción inmediata en prescolares para la obtención de recompensas diferidas pero más valoradas". Mischel, en los espacios de la psicología, se inscribe en la orientación cognitivista; lo cual significa: experimentación pura y dura. Pues ahora reaparece en un libro, con cierta novedad editorial, con un título más sugestivo: El test de la golosina. Título que, al parecer, convierte al experimento en más atractivo y cercano.
A pesar de las décadas transcurridas es comentado, recordado y divulgado en la literatura psicológica y pedagógica; y objeto de una numerosa y vanguardista investigación, especialmente en la primera década de este siglo. Además ha sido citado y encumbrado en La inteligencia emocional, ese libro de lectura casi universal. Migró frecuentemente en YouTube y todavía es visible en varias direcciones; hasta fue argumento de un episodio de Barrio Sésamo… Y esa enorme notoriedad me tiene bastante perplejo…
El experimento se practicó en el cuarto de las sorpresas de la Universidad de Stanford. Allí se le ofrecía a un alumno de prescolar (cuatro o cinco años) un montón de chucherías para que eligiera la más apetecible. Una vez elegida, el investigador le indicaba que podía comérsela pero, como tenía que ausentarse unos minutos, si esperaba a que él regresara le daría dos golosinas en vez de una. Abandonaba la sala y observaba al niño a través de un cristal semitransparente. Las reacciones eran de lo más pintorescas y divertidas: unos la comían glotonamente sobre la marcha; otros sucumbían poco después; otros la miraban y la pellizcaban discretamente, y al rato pellizcaban de nuevo; otros la retiraban de su vista, para no desfallecer; otros la escondían; y alguno hasta le hablaban… El grupo que esperó al regreso del investigador recibió las dos golosinas prometidas; estos, sin presión ya, se las comían ávidamente.
Los investigadores medían el tiempo de espera de cada alumno, y esa puntuación se calificaba como la capacidad de demora de la gratificación. Y la capacidad de demora era un indicador muy preciso del autocontrol personal.
El experimento no finalizó ahí. Cuando aquellos prescolares alcanzaron la adolescencia se compararon datos y parámetros psicológicos con los resultados en el test de la golosina (estudios longitudinales). El grupo que esperó al investigador, que demoró la gratificación, consiguió una media más alta en el Scholastic Assessment Test (SAT), prueba de aptitud académica para solicitar la admisión en una universidad de Estados Unidos; presentaban mayor resistencia al estrés y comportamientos más maduros. Se repitió la comparación al inicio de la madurez (entre 27 y 32 años) y, nuevamente, el grupo capaz de demorar la gratificación obtuvo superior puntuación en una escala de percepción de la propia valía; mayores fortalezas frente al estrés, los desengaños y las frustraciones; estabilidad emocional y perseverancia para lograr metas a largo plazo.
Mischel interpreta estos resultados como la consecuencia lógica de un mayor autocontrol. Para hacer comprensible la noción de autocontrol recurre a la expresión tradicional de la fuerza de voluntad; otros autores lo equiparan a la firmeza o formación del carácter. Y Goleman, en La inteligencia emocional, apostilla: "la capacidad de demorar la gratificación y de controlar y canalizar los impulsos constituye otra habilidad emocional fundamental a la que antiguamente se llamó voluntad". Conviene añadir una de las conclusiones que Michel destaca en su trabajo: "La capacidad de autocontrol es esencial para alcanzar nuestras metas". Con todo lo anterior cualquiera puede intuir una idea clara y cabal de por donde van los tiros…
Y aquí nace mi perplejidad… Cómo, dada la popularidad y aceptación de estas investigaciones, aún continúan empecinados, padres y educadores, en concederle prioridad a la motivación del niño (en su significación vulgar), en que no se frustre nadita, en hacer suflé con su autoestima, en alabarlo por cualquier cosilla, en gratificarlo inmediatamente por lo más menudo… En definitiva, una investigación tremendamente conocida y verificada, pero poco utilizada; una pena…
Terminaré con dos observaciones. La primera del propio Mischel: "Las correlaciones que son elocuentes, coherentes y estadísticamente significativas, permiten la generalización en una gran población, pero no necesariamente sirven para hacer predicciones sobre un individuo". Es decir, el autocontrol no representa un elemento prefijado en la personalidad, es modificable y moldeable. Con mayor precisión: el autocontrol se puede conquistar y educar; incluso autogestionar.
Lo otra reflexión, obvia. Si el autocontrol es educable y moldeable, un niño sin autocontrol no es un niño desmotivado, sin integrar en el grupo, con baja autoestima, o hiperactivo. No. Lo contrario a un niño sin autocontrol es un niño caprichoso, flojucho, rudo, malcriado…
¡Menos mal que las investigaciones confirman que el autocontrol es modificable y educable! Aunque el test de la golosina sugiere que es mejor comenzar desde chiquitines…