Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
Primero Dios
Entre nosotros solemos decir “Dios mediante” y también “gracias a Dios”. Un modo de hablar que manifiesta nuestras raíces cristianas. En otros lugares como México y países centroamericanos se dice: haré esto o lo otro “primero Dios”; o logré esto “Dios primero”. Esto me ha dado que pensar mientras repasaba el capítulo segundo de la exhortación Gaudete et exsultate, de Francisco, sobre la santidad.
Señala ahí el Papa “dos sutiles enemigos de la santidad”, apoyándose en su predicación anterior y en la carta Placuit Deo, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (22-II-2018): el gnosticismo y el pelagianismo actuales. Son –afirma Francisco– dos formas de antropocentrismo, disfrazado de verdad católica.
No es un tema nuevo en el pontificado de Francisco. Refleja también las enseñanzas de su predecesor. Ya en unos ejercicios espirituales que Joseph Ratzinger predicó en 1986 (y que más tarde se publicaron como libro con el título “Mirar a Cristo”) se refería al pelagianismo en una doble modalidad: “pelagianismo burgués” de los que pretenden no necesitar de Dios, y “pelagianismo de los piadosos” que cultivan una falsa oración carente de humildad y que estarían, estos últimos, representados por los fariseos del Evangelio. Tres años después, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la carta Orationis formas, donde advertía del riesgo de confundir la oración cristiana con algunos métodos de meditación transcendental, y aludía a los gnósticos de los primeros siglos.
En junio de 2013, Andrea Tornielli recogía dos preocupaciones que Francisco expresó en un diálogo con religiosos latinoamericanos: el pelagianismo asociado a un “hiper-activismo” que cuenta poco con Dios; y el gnosticismo, sobre todo en su forma panteísta, particularmente presente en algunas tendencias como el New Age) de quienes querrían sustituir la oración por un baño espiritual en el cosmos.
Con todo, ahora puede llamar la atención el que, tanto la Placuit Deo como la exhortación del Papa Francisco, insistan, como sutiles “enemigos de la santidad”, en esos dos errores antiguos: gnosticismo y el pelagianismo. Alguien podría pensar, además, que afectan hoy a pocos cristianos. Sobre todo, si se comparan con grandes desafíos que nos ha dejado el racionalismo: el materialismo y el ateísmo práctico o secularismo, el individualismo y el relativismo, e incluso el nihilismo, todos ellos característicos y dominantes en nuestra cultura occidental.
Para responder por qué se han escogido precisamente esos dos errores, quizá valdrían dos argumentos: primero, las ideologías que acabo de señalar están tan extendidas actualmente que no son apenas específicos de los cristianos: en sentido propio habría que decir que un materialista, un individualista o relativista, y más un nihilista, no es, por definición, cristiano, o al menos no piensa y no vive como cristiano; con frecuencia no se reconoce como cristiano. Sin embargo, esto no sucede con muchos cristianos afectados por las formas actuales del gnosticismo y el pelagianismo.
Ante todo, cabría subrayar de nuevo esa expresión del Papa, inmanentismo antropocéntrico, que, cabe pensar, sirve para indicar lo que es común a todos esos errores, unos y otros, los surgidos en los últimos siglos y los que vienen de antiguo. El hombre se cierra y se centra en sí mismo, negándose a toda apertura auténtica hacia Dios y los demás.
Pero con los dos “enemigos sutiles” que Francisco señala sucede, además, algo específico. En primer lugar, son “propuestas engañosas” porque en ellos el inmanentismo antropocéntrico se presenta “disfrazado de verdad católica” (GE 35). Concretamente, en cuanto que, según la Congregación para la Doctrina de la Fe, “deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador único y universal” (Carta Placuit Deo, n. 4). En ese sentido afectan más específicamente a los católicos.
En segundo lugar, esos dos errores no llevan a las personas a oponerse a la fe y a la vida cristiana; sino que esos cristianos a menudo son poco conscientes de su problema, permanecen dentro de la Iglesia y actúan en ella con buena intención.
En relación con esto, es interesante lo que dice Massimo Borghesi (autor de un libro sobre el pensamiento de Francisco) en una entrevista en Páginas Digital, acerca de estos errores en relación con la mundanización interna o “mundanización espiritual”. Con esta expresión se refería De Lubac a lo que prácticamente se presenta como antítesis de la mundanidad que busca por encima de todo el poder, el tener y el placer, a nivel de la materia y de lo sensible. La mundanización interna o mundanidad espiritual reacciona con desapego o rechazo de la anterior; pero continúa, como aquella, buscando como meta única, en palabras de Borghesi, “el hombre y su perfeccionamiento, en lugar de la gloria del Señor”. Por ello “la mundanidad del espíritu es una actitud radicalmente antropocéntrica”.
En resumen: en esta perspectiva el gnosticismo y el pelagianismo de hoy podrían considerarse como expresiones actuales de la mundanidad espiritual, y podrían explicarse como reacciones contra esa otra mundanización, valga la redundancia, del llamado mundo moderno.
Por si fuera poco, entiende este filósofo italiano que tanto el gnosticismo como el pelagianismo, al negar –o al menos descuidar– la prioridad de la gracia se comportan como “vestiduras mentales que impiden la dimensión misionera de la Iglesia” y favorecen el clericalismo.
En el caso del gnosticismo, se trata de una deformación intelectualista del cristianismo, que pone la salvación en un conocimiento elevado al que pocos llegarían. Es una opción, en su raíz, elitista de la salvación. Ya en Evangelii gaudium el gnosticismo actual se caracteriza como una clausura del sujeto en la “inmanencia en su propia razón o de sus sentimientos” (EG, 94).
Esto, que puede parecer duro y lejano para el común de los mortales, sin embargo se puede insinuar si se confunde la búsqueda filosófica o teológica con un intento de explicación perfeccionista, hasta llegar a una “lógica fría y dura que busca dominarlo todo” (GS 39).
En este sentido, apunta Borghesi, el gnosticismo es un pariente próximo del idealismo, que ha tenido sus versiones en todos los tiempos: se confunde la realidad con un esquema mental, y se acaba escogiendo lo segundo. Para Borghesi, de esto participan los seguidores del tradicionalismo que juzga decadente todo lo que viene del Concilio Vaticano II, mientras que a ellos les resulta difícil pedir perdón.
Por otra parte, es asimismo interesante notar cómo, a propósito del gnosticismo, escribe el Papa que la doctrina cristiana “no es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas, cuestionamientos” (GE 44).
En efecto, cuando decimos en teología que existe una “sistemática” del pensamiento cristiano, no nos referimos a un sistema cerrado, sino a una artículación orgánica de todo lo que vive. La fe cristiana pertenece a la vida cristiana y es, como ella, algo necesariamente ordenado, pero no en el sentido de un muro hermético e infranqueable, sino al contrario: un cuerpo abierto, como está todo sistema vivo, al diálogo y a la interacción con el entorno: un diálogo e interacción que no solo se “soportan” sino que se necesitan precisamente para vivir.
Citando a San Juan Crisóstomo, un documento reciente de la Comisión teológica internacional sobre la sinodalidad se refiere no ya a las verdades doctrinales del cristianismo, sino a la Iglesia misma como un coro, una realidad armónica donde todo se sustenta (sistema), porque todos los que la componen, mediante sus relaciones recíprocas y ordenadas, convergen en el amor y en el mismo sentir.
De ahí procede la “sistemática” del pensamiento cristiano, que posee una dinámica dispuesta a interpelar y dejarse interpelar por la realidad, y sobre todo por las personas.
De hecho, señala Francisco, “las preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas, sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no podemos ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan” (GE 44). Y eso depende, efectivamente del principio de encarnación.
En cuanto al pelagianismo, se trata de aquella interpretación de la santidad que ve la salvación en los propios esfuerzos y no en la gracia. Pero la santidad, como gustaba decir a Benedicto XVI, es un “dejarse hacer” por Dios. Francisco lo ha dicho con palabras equivalentes: “permitir que el Señor escriba nuestra historia”, mediante la docilidad al Espíritu Santo.
El neopelagianismo se manifiesta como un cristianismo obsesionado por normas y preceptos, que ha perdido la “sencillez cautivante” (GE 58) de sus comienzos, y por tanto su sabor y su capacidad evangelizadora. Un cristianismo que no libera, sino que esclaviza, oprime y asfixia. Por eso hay que reconocerlo para erradicarlo, y así ayudar al cristiano a vivir con la libertad de espíritu de los hijos de Dios y hacer posible que la luz de Cristo pueda llegar a todos.
Acierta Borghesi al decir que la gracia no se puede dar por supuesta. Los cristianos no pueden transmitir “la idea de que todo se puede con la voluntad humana, como si ella fuera algo puro, perfecto, omnipotente, a lo que se añade la gracia”. En el fondo, concluye, “la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento”.
Como enseña San Pablo y declaró ya el Concilio de Orange (s. VI), la gracia se adelanta siempre. En expresión de Francisco, “Dios primerea” al hombre, toma la iniciativa y asume –menos el pecado– todo lo humano: con su dignidad y fortaleza, pero también con su fragilidad y debilidad. Más aún, se identifica con lo débil, como predica Jesús en las Bienaventuranzas y en la parábola del juicio final (cf. Mt 25).
Así es. Por eso es una profunda verdad ese “Primero Dios” de nuestros hermanos latinoamericanos.