Rafael Escobedo, Profesor de historia contemporánea
El diabólico dilema de las armas nucleares
Cuando en 1888 murió uno de los hermanos de Alfred Nobel, un periódico francés creyó erróneamente que el fallecido había sido el célebre químico sueco. El inventor de la dinamita tuvo así el raro privilegio de poder leer su propio obituario: “Muere el mercader de la muerte […] El Dr. Alfred Nobel, que se hizo rico al encontrar la manera de matar a más personas más rápidamente que nunca”. Desasosegado por el severo juicio de la historia y sin descendencia directa que heredase sus riquezas, Nobel quiso redimirse de su mortífero descubrimiento con unos galardones que premiasen generosamente la contribución de científicos y literatos al bien de la humanidad, así como a aquellos que hubiesen destacado en su trabajo en favor de la paz.
El Nobel de la Paz de este año ha recaído en la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares. Esta coalición de 486 organizaciones de 101 países distintos logró, hace apenas unos meses, que 51 Estados miembros de la ONU firmasen un Tratado sobre Prohibición de Armas Nucleares. Este reconocimiento supone un importante espaldarazo moral para la ICAN, aunque sus perspectivas de éxito no resultan muy halagüeñas. El tratado, por supuesto, no ha sido firmado por ninguna de las actuales potencias nucleares, pero tampoco por todos aquellos países que, como es el caso de España, forman parte de alianzas militares con países poseedores de armas atómicas. Tampoco el tenso clima internacional, con el desafío norcoreano más caliente que nunca, parece propicio para iniciativas de desarme nuclear.
Pero sin duda en pocas ocasiones los miembros de la Academia Sueca han podido sintonizar más adecuadamente con aquella desazón que experimentó Nobel leyendo su propia necrológica. No resulta difícil imaginar qué sentimientos hubiera albergado el creador de la dinamita si hubiera conocido el infernal poder de estos otros explosivos. Pocas causas, por lo tanto, pueden suscitar una adhesión más unánime entre todas las personas de buena voluntad.
Para el historiador, sin embargo, las armas nucleares plantean un dilema verdaderamente diabólico. La bomba atómica es el arma más destructiva creada por el hombre. Una guerra nuclear entre las grandes superpotencias –como se temió constantemente durante la Guerra Fría– supondría la destrucción de la humanidad misma. Pero, precisamente por eso, las grandes potencias no han osado declararse la guerra entre sí desde entonces. ¿Puede decirse, por lo tanto, que las armas nucleares han salvado millones de vidas? De todos modos, la amenaza de que alguna vez se utilicen, especialmente por alguien que desprecie la vida de su pueblo tanto como la de sus enemigos, sigue arrojando sobre la humanidad una oscura sombra de angustia.