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El Diario Montañés y El Norte de Castilla
Álvaro Ferrary |
Profesor de Historia Contemporánea
No son pocos los belgas que ven en Balduino I (1930-1993) la imagen de un santo. Por esto el anuncio del papa Francisco de iniciar el proceso de beatificación del fallecido rey no ha causado demasiada sorpresa. Tampoco resulta sorprendente el anuncio si consideramos la incuestionable singularidad del personaje.
La infancia de Balduino fue agitada. A los cinco años perdió a su madre, la reina Astrid. Apenas cuatro años después se producía la invasión alemana de Bélgica. Este acontecimiento iba a provocar una profunda crisis, conocida como la “cuestión real”. A ella se llegó como consecuencia de las fuertes críticas lanzadas contra el rey Leopoldo III por su conducta durante estos años de ocupación y de guerra. Se le criticaba por su escaso espíritu de lucha, saldado en una abdicación prematura. También por su decisión de quedarse en Bélgica y no haber optado por el exilio en Londres, como otros monarcas. Pero sobre todo se denunciaban sus silencios y sus muchas ambigüedades. La desafección hacia la corona se vio tan extendida que la familia real hubo de residir en Suiza. No pudo regresar hasta 1950, una vez celebrado el referéndum sobre el futuro de la monarquía. El apoyo a la corona había sido tan exiguo que la vuelta del rey fue seguida de violentos disturbios. Leopoldo calibró bien la situación y abdicó en favor de su hijo mayor. Con solo con 19 años, y sin apenas experiencia, Balduino se ponía al frente de un país muy convulso y dividido.
Desde el principio, el objetivo del joven rey consistió en tender puentes y en acercar posiciones. Para mantener unido al país, asumió muy personalmente el papel de mediador entre flamencos y francófonos. Le fue de gran ayuda desenvolverse con fluidez en ambos idiomas. Una actitud semejante exhibió en relación al imperio colonial belga. Puso todo su esfuerzo por acelerar los procesos de descolonización. Con ese fin, en diciembre de 1959, desoyendo los consejos del gobierno, viajó personalmente a la antigua Léopoldville (hoy Kinsasa). Sin embargo, ni en el primer caso ni en el segundo logró que las cosas acabaran respondiendo del todo a sus sinceros deseos de paz y de concordia. Lo que sí consiguió fue fortalecer su imagen pública. Lo logró a base de tesón y de sacrificio.
Balduino rara vez se sentía “fuera de servicio” (incluso durante su tiempo libre). Su honestidad era proverbial, así como su capacidad de trabajo. No fueron muchos los ministros que consiguieron estar a su altura. Esto sin duda le sirvió para ganarse el respeto de muchos de sus antiguos críticos. Balduino podía tener arranques de mal genio cuando percibía que no había sido bien informado en algún tema; lo que podía conducir a errores y provocar decisiones injustas.
Servir a los belgas se había convertido en su pasión. Pero no a costa de actuar en contra de sus principios. Eso mismo iba a quedar claro en abril de 1990, cuando decidió abdicar del trono “por un día” antes que firmar una ley que legalizaba el aborto. “¿Acaso la libertad de conciencia se aplica a todos excepto al rey?”, se peguntaba Balduino en una carta que remitía al parlamento. La clase política del país se sintió consternada. Pero la mayoría de sus súbditos mostraron su respaldo al monarca, con independencia de que apoyaran o no la ley. En aquellos delicados momentos también contó Balduino con el inestimable respaldo de Fabiola de Mora y Aragón, la aristócrata española con la que se había casado en 1960. La pareja real siempre estuvo muy unida por una intensa devoción católica; además de por su compromiso con las personas con discapacidad.
El 31 de julio de 1993 el rey Balduino moría a causa de una repentina crisis cardíaca. En los días siguientes, miles de belgas acudieron a Bruselas para homenajear a su querido rey. Pocos meses antes Bélgica se había convertido en un estado federal. Era una fórmula que había sido siempre alentada por el mismo Balduino para aminorar las tensiones territoriales. La muerte del rey se convertía en un canto de esperanza. Seguramente, nunca los belgas se habían sentido tan unidos como ante el paso del cortejo fúnebre de Balduino.