07/11/2024
Publicado en
Nueva Revista
Rafael Domingo Oslé |
Catedrático de Derecho Romano y titular de la cátedra Álvaro d’Ors de la Universidad de Navarra.
Gonzalo Rodríguez-Fraile |
Licenciado en Derecho, preside la Fundación para el Desarrollo de la Consciencia.
En la era de la globalización, las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, nuestro nuevo modelo social debería ayudarnos a vivir en paz y felicidad, disfrutando de las maravillosas oportunidades que nos ofrece el universo y la convivencia con otros seres humanos. No parece ser el caso. La Organización Mundial de la Salud nos muestra la cruda realidad: más de 300 millones de personas en el mundo sufren depresión y más de 260 millones padecen trastornos de ansiedad. Si todas las personas deprimidas y ansiosas viviesen juntas en el mismo país, este sería el tercero más poblado del planeta, muy por encima de los Estados Unidos, Indonesia y Brasil, incluso de la Unión Europea, y solo superado por China e India.
Si algo falta en la humanidad es paz: paz en el corazón de cada ser humano, paz en los hogares, en las empresas e instituciones, en los foros y mercados, en los pueblos y metrópolis, en las naciones y continentes. Vivimos en permanente situación de conflicto, a nivel personal, familiar, profesional y social. La cultura woke nos lo pone de manifiesto a diario. Y así es imposible alcanzar la deseada paz de la humanidad por más que denunciemos las guerras y sigamos ampliando las listas de los derechos humanos. Aun teniendo gran relevancia, la paz no la traen las declaraciones oficiales. La paz no se impone por decreto, ni se aprueba en Parlamentos, ni se negocia en los mercados de valores, ni está asegurada en los países democráticos más avanzados. La paz es obra de cada uno, y la humanidad no tendrá paz mientras no la alcance cada mujer y cada hombre que habita nuestro planeta.
A veces, identificamos la paz con la satisfacción de comprobar que las cosas en la vida suceden de acuerdo con nuestros planes y gustos. Otras veces, la equiparamos con la tranquilidad que sentimos cuando hemos logrado evadirnos de las circunstancias que nos alteran. Pensamos que la paz se consigue trabajando para que todo vaya bien y no se tuerza. Y cuando, por ventura, las cosas se complican, tratamos de huir de la situación de conflicto para que nos afecte lo menos posible.
Pasarse la vida esquivando conflictos produce un gran desgaste de energía vital, que frena el proceso de adquisición de la paz. Es como conducir, durante toda una vida, un coche por el carril contrario. Todo es estrés y tensión, cuando no choque. Así no se puede vivir, mejor dicho, no se debe vivir, pero así vive, de hecho y por desgracia, la mayor parte de la humanidad.
Artículo
En Espiritualizarse (Rialp, 2024) abordamos el tema de la paz desde una perspectiva espiritual, mucho más profunda y estable, con el fin de aprender a mantenerla ante cualquier circunstancia adversa o de conflicto. Nuestra tesis es que, para alcanzar la paz, hay que ver voluntad de Dios en todo y aceptarla; para aceptarla, hay que espiritualizarse, y para espiritualizarse hay, primero, que perfeccionar el ego y, luego, aprender a trascenderlo. Solo desde las profundidades del alma, la vida cobra su competa plenitud y se puede llegar a comprender por qué todo cuanto sucede es lo mejor para nuestro propio desarrollo personal y podemos llegar a aceptarnos plenamente a nosotros mismos. Entonces, y solo entonces, la paz deviene imperturbable.
Llamamos ego al modo de percibir la realidad y reaccionar ante ella desde las dimensiones inferiores del ser humano —la física, la emocional y la mental-sentimental—, y llamamos alma al espíritu que informa el cuerpo y sobrevive a la muerte física. Lo físico, lo emocional, lo mental-sentimental y lo espiritual constituyen los cuatro centros operativos que el ser humano, como unidad corpóreo-espiritual, debe gestionar. Cuanto más alto sea el centro desde el que el ser humano opere, mayor será su paz interior. Y es que el ser humano es más alma que cuerpo físico, por más que ambos estén integrados. El cuerpo físico, como explicaremos, es lo más básico, pero lo menos relevante; el alma, en cambio, es lo más relevante del ser humano pero lo menos básico. Por eso, no podemos vivir en esta tierra sin hidratar el cuerpo (¡esto es básico!), pero sí negando la existencia del alma, es decir, lo relevante. Cuanto decimos en modo alguno resta importancia al cuerpo, pero sí lo pone en su sitio.
La paz, la verdadera paz, solo llega a ser imperturbable cuando operamos desde el alma, usando los centros operativos inferiores para actuar en el mundo, pero no para dirigirnos ni dominarnos, y menos todavía para quedar atrapados en ellos. El alma es la hoguera del ser humano, que calienta e ilumina los restantes centros operativos. Desde la atalaya del alma, se puede resolver cualquier conflicto generado en un centro operativo inferior, por complicado que parezca. Los conflictos instintivos no se solucionan en el instinto, sino transcendiendo el instinto. Los conflictos emocionales no se pacifican con emociones, sino trascendiendo las emociones; los conflictos sentimentales no se apaciguan en el ámbito mental, sino fundamentalmente en el alma, purificando la intención. El alma debe ser la torre de control del ser humano, que irradia paz, armonía y luz a todos los cuerpos inferiores.
Hemos dividido el libro en dos partes. En la primera, subdividida a su vez en tres capítulos, se ofrece una explicación de la tesis que acabamos de formular. Somos conscientes de que cada epígrafe de la primera parte merecería un largo tratado y de que su lectura puede resultar trabajosa, pero pensamos que el esfuerzo merecerá la pena. En la segunda, subdividida en dos capítulos, se aplica esa tesis a conflictos concretos y se muestran herramientas específicas para resolverlos de forma efectiva. Por eso, el libro, aunque con un contenido teórico, es eminentemente práctico.
La paz, vista desde el alma o desde el ego
Nuestra sociedad ha arrinconado a Dios y, como consecuencia, se ha olvidado del alma, que es precisamente donde se produce el encuentro más íntimo con Dios. La existencia de Dios ha sido reducida a una mera hipótesis científica, imposible, por lo demás, de validar empíricamente. El cientifismo reduccionista, todavía dominante, ha quedado atrapado por la materia y, por eso mismo, no es capaz de entenderla ni definirla. El alma es considerada por muchos una compleja y absurda abstracción de filósofos empeñados en defender la existencia de lo trascendente. Pero, ¿dónde radica, si no es en el alma, la capacidad de amar, de ser libres, de contemplar, de ver lo esencial, así como la intención última de cada persona?
Al olvidarse la sociedad de Dios y del alma, el ser humano se ha desespiritualizado y empequeñecido, y ha quedado reducido a pura materia. Al situarnos en la materia, nos hemos esforzado en perfeccionarla, lo que de por sí tiene ya gran valor, pero hemos descuidado la conveniencia de trascenderla. Hemos mejorado y limpiado nuestra cárcel egoica, pero no hemos sido capaces de salir de ella. Solo un cuerpo trascendido permite al alma tomar las llaves de la celda y abrirnos las puertas de la libertad que caracteriza al espíritu.
La paz es el estado interior que se produce cuando vivimos en comunión con Dios y en armonía con nosotros mismos, con los demás y con el universo. Este estado no depende de la polaridad de los sentimientos ni de las emociones, como tampoco de los acontecimientos externos. Por eso, la paz puede y debe llegar a ser inalterable.
Para tener paz, no necesito que todo lo que me suceda esté de acuerdo con mis planes. Lo que necesito es tener una comprensión espiritual que me permita aceptar y abandonarme plenamente en la voluntad de Dios. Desde la profunda paz del alma que produce ese abandono, se pueden proyectar y experimentar pensamientos, sentimientos y emociones positivas de forma voluntaria y sostenida ante cualquier circunstancia.
Tomás Moro no perdió la paz en la Torre de Londres aun sabiendo que iba a ser decapitado; tampoco Edith Stein en el campo de concentración mientras se preparaba para ser asfixiada en una cámara de gas. Sí parece que la perdió, en cambio, el famoso ensayista y pensador húngaro Arthur Koestler, cuya idea de holón utilizaremos en este libro. Él decidió suicidarse con una sobredosis de drogas y alcohol porque no aceptó verse consumido por un cáncer unido a su párkinson. Su lógica fue aplastante: para no vivir así, debo quitarme la vida; pero su pensamiento no fue el adecuado. No comprendió que la experiencia de la enfermedad era esencialmente transformadora y conveniente para él.
El acceso a la realidad espiritual
Nuestro punto de partida es la unidad de la realidad. Esta idea ha sido validada por casi todas las tradiciones espirituales y hacia ella apuntan los avances científicos más vanguardistas. La realidad es una; y en esa unidad es precisamente donde se puede y debe vivir en paz. Más: la realidad está pensada para vivir en paz. La paz se pierde cuando fragmentamos la unidad de la realidad mediante conflictos individuales o colectivos, cuando la golpeamos (este es el origen de la palabra latina conflictus), cuando colisionamos con ella, pero la realidad en sí misma no es conflictual.
Accedemos a la realidad a través del conocimiento. Este conocimiento nos muestra una realidad creada y nos abre las puertas a una realidad increada. Al Ser increado y omnipotente fundante de la realidad lo llamamos Dios. Ayuda a alcanzar la paz comprender, pero sobre todo experimentar, que ese Dios creador es, Él mismo, un ser personal, Padre, Amor y Paz, así como que todo lo creado es una manifestación expansiva de ese amor infinito. Por lo demás, ese Dios no es un dios justiciero, ni vengativo, ni se muestra desinteresado por su obra. No. Dios es infinitamente misericordioso y está mucho más que presente en cada uno de nosotros que nosotros mismos y mucho más presente en el universo que el universo mismo. Por eso, la verdadera paz y la fuente de todo amor se encuentra viviendo en Dios, con Dios y para Dios, en plena armonía con sus hijos y el universo creado.
Si Dios es paz y fuente de paz, debemos interpretar la realidad desde la paz, no desde el conflicto. La principal pérdida de paz en el ser humano se produce por la divergencia entre el plan que Dios ha diseñado para cada uno de nosotros y el que cada uno traza para sí mismo desde su propio ego. Muchas veces, los conflictos que nos creamos en la mente son fruto de nuestra ignorancia, de nuestro estrecho contexto mental, de nuestra distracción, de una intención poco noble y de nuestra falta de comprensión de la realidad. Más que culpar a la realidad, cuando no a Dios, por lo que nos pasa, parece preferible comprenderla, aceptarla y disfrutarla en paz.
Pero aun aceptando la idea de la conveniencia de aliarse con los planes divinos, cabe la pregunta: ¿cómo saber cuáles son estos? La respuesta que damos en el libro e intentamos justificar con argumentos es clara: debemos ver la voluntad de Dios detrás de todo. Y cuando decimos en todo es en todo: lo excelente, lo bueno, lo regular, lo malo, lo pésimo y lo nefasto, por más que nos cueste entenderlo. Obviamente, como explicaremos en su momento, el ser humano puede rechazar el amor de Dios o no cooperar con su voluntad divina (el llamado mal moral), pero no puede impedir ni que Dios le ame ni que todo cuanto suceda sea voluntad de Dios.
Estar dispuestos a aceptar y cumplir la voluntad de Dios no es solo un consejo religioso para ser recompensados después de la muerte, sino también la forma más inteligente de vivir la vida en la práctica. Si voy, por vez primera, a una ciudad para visitar a un familiar que ha vivido en ella más de treinta años, lo normal es que me ponga en sus manos y me deje guiar sin cuestionar en cada momento los modos de proceder dentro de esa localidad. Lo mismo sucede con Dios. Si vivimos en el universo, lo lógico es ponernos en manos de su hacedor, máxime si su hospitalidad es insuperable. Esa, y no otra, es la mejor manera de vivir. El abandono total en la providencia divina es la autopista que nos conduce a la paz.
La voluntad de Dios se comprende mejor si vivimos espiritualizados y desprendidos, que materializados y apegados. Es más fácil comprender la voluntad de Dios, escuchar su voz en nuestra alma, si oramos, meditamos, contemplamos e intuimos, que si discutimos, nos enfadamos, nos peleamos o nos atemorizamos. Ayuda también utilizar adecuadamente los tres ojos con los que conocemos la realidad: los ojos de los sentidos, los ojos de la razón y los ojos de la contemplación. Al hacer un buen uso de ellos, seremos más eficientes en la comprensión de la realidad y dejaremos de cometer el error categorial de usarlos para lo que no han sido diseñados.
Con la intención de ayudar a mejorar el conocimiento sobre nosotros mismos, tratamos de las diferencias entre la mente y la consciencia y entre la mente y el cerebro, así como entre las emociones y los sentimientos; el amor y el apego o cariño egoico; el instinto, la razón y la intuición; y la mente y el alma. Analizaremos también las diferencias entre la insensibilidad, la sensibilidad y la metasensibilidad o santa indiferencia, que nada tiene que ver con la insensibilidad. Esta comprensión es fundamental para las personas dedicadas al servicio de los demás (médicos, maestros y educadores, psicólogos, consejeros espirituales, etc.).
Para ayudar a situarse en el alma, incluimos una explicación de lo que llamamos niveles de consciencia o capacidad espiritual, que sirven a modo de mapa en el camino individual hacia la consecución de la paz. Nos ocupamos también de la oración y la meditación como dos métodos diferentes, aunque interconectados, de elevar la energía espiritual. La oración es para la espiritualidad lo que las palabras son para la poesía, o los colores para la pintura. Toda oración, sea vocal, mental o contemplativa, exige un profundo recogimiento interior y exterior orientado hacia Dios. La meditación ha sido frecuentada por las religiones orientales ancestrales: hinduismo, budismo, taoísmo, confucionismo o jainismo, entre otras. También por muchos cristianos orientales.
La gestión interna de los conflictos
En la segunda parte del libro, se trata de la gestión interna de los conflictos con el fin de aprender a recuperar la paz perdida y tratar de que no vuelva a suceder. Algunos son conflictos personales, como, por ejemplo, los referentes a la gestión del pensamiento, del propio ego, de la libertad, del victimismo y la falta de autorresponsabilidad o de la gestión del tiempo; otros se refieren a circunstancias sociales de la vida humana o de las instituciones, como los conflictos derivados de la migración, de los medios de comunicación, de la adscripción emocional a las instituciones religiosas o el ego de las naciones.
Dada su unidad, la división en dos capítulos dentro de esta parte solo responde a las necesidades de composición del libro. En el fondo, todo conflicto social tiene una dimensión individual y viceversa. Desde la unidad de la realidad, la distinción entre lo social y lo individual, aunque básica, no es excesivamente relevante. El esquema dentro de cada sección es bastante similar: identificamos el conflicto concreto y luego aplicamos las herramientas de comprensión necesarias. De lo que se trata, en definitiva, es de que cada lector interesado sea capaz de resolver sus propios conflictos utilizando las herramientas que ofrecemos u otras de su propia elaboración.
Aunque cada conflicto se gestiona de una forma distinta, existen elementos comunes. Por ello, no pretendemos agotar todos los conflictos posibles, sino tan solo analizar unos cuantos como muestra. Cualquier tipo de conflicto, por muy diverso que sea, puede ser resuelto de raíz con pureza de intención, comprensión espiritual de la realidad, espíritu de servicio y utilizando las herramientas de sabiduría aplicables al conflicto específico.
En un apéndice, explicamos unas diferencias que pueden servir de ayuda en el entrenamiento personal para adquirir la paz interior, así como unos axiomas espirituales que sintetizan de forma viva pero desordenada cuanto hemos tratado de decir en este libro: la vida en paz es posible y esta se alcanza viviendo desde el alma, no desde el ego, y aprendiendo a gestionar el pensamiento adecuadamente. Se trata en definitiva de vivir en el plural del nosotros, es decir, con Dios y los demás, integrados en la obra creadora y no encarcelados en el yo egoico.