Guido Stein, Profesor del IESE y presidente de EUNSA, Universidad de Navarra
Saber irse
Los montañeros experiementados no dudan de que, cuando arriesgan, lo que en verdad se traen entre manos es su propia vida; de ahí que antes de empezar una nueva ascensión conviene que consideren también cómo van a descender, una vez coronada la cima.
Saben que los accidentes se multiplican al bajar. Las razones son variadas: El cansancio acumulado, el exceso de confianza que se traduce en creer que las fuerzas de uno son superiores a los retos que encara, o la prisa por volver recurriendo a atajos puede jugar malas pasadas.
No deja de sorprenderme que en el mundo de la empresa o de la política se olvide tan fácilmente esta ley social: todo el que sube acaba bajando, y, además, cuando menos se lo espera.
He llevado a cabo una encuesta anecdótica –real, pero sin validez estadística– entre los participantes en mis Programas de Desarrollo Directivo, que son los que están a punto de ascender a la cima. A la pregunta de por qué no sabemos irnos de los altos puestos, me han contestado: "porque muchas veces nos comprometemos más con el sillón que con la empresa (repare el lector lo que esto significaría en el caso de líderes políticos, sindicales y empresariales en el momento más rabiosamente actual)"; "porque no tenemos mejores alternativas"; "por miedo a nuevos riesgos"; "por comodidad"; "porque no nos damos cuenta de que ya es el momento del relevo"; o "porque pensamos que somos inmortales"...
Uno de mis alumnos piensa que los que saben estar saben irse. "Saber estar" es la distancia que media entre servir en una responsabilidad o servirse de ella.
Cada uno somos nuestros peores enemigos, y eso acontece en parte porque nos aferramos a una imagen de nosotros mismos positiva, a una elevada autoestima que hace que neguemos nuestros errores o les restemos importancia. Como los fracasos no desaparecen hay que buscar chivos expiatorios y sacrificarlos. Ahora bien, el número de víctimas propiciatorias no es ilimitado.
Se cuenta que en la crisis bancaria que sufrió España hace treinta años el presidente de uno de los bancos más afectados fue a despachar con el gobernador del Banco de España llevándole un plan de reflotación para su entidad en problemas. Cuando estaba en trance de explicarle el contenido, el gobernador le pidió que lo dejase en una mesa auxiliar y le despidió con un "muchas gracias, ya lo discutiremos con su sucesor".
Es obvio que el que la hace, la paga, pues sería injusto que sólo la pagase otro (por ejemplo, los accionistas, los empleados o los contribuyentes). Sin embargo, a lo obvio le acontece algo singular, que no siempre es fácil de advertir, de ahí la perseverancia miope del causante del destrozo. Hay personas que incluso hasta cuando se estrellan pretenden negar la realidad palmaria. El gobernador tenía que ser contundente.
En ese mismo momento histórico, el presidente de uno de los bancos españoles entonces más rentable del mundo decía que ya que los bancos que iban bien habrían de salvar a los que iban mal a través de instrumentos como el Fondo de Garantía de Depósitos o la uvi bancaria, habrían de ser ellos los que eligieran a los sucesores de los presidentes de los bancos quebrados, y no sus accionistas. Se imagina el lector que Angela Merkel, o en su defecto, la Comisión Europea elevase una pretensión de esa cariz: "Como nosotros ponemos el dinero, diremos quien gobierna en Irlanda". Por cierto, el presidente de Irlanda parace que no quiere irse, según él, por responsabilidad (sic). Parece responsable, pero de la irresponsabilidad de cómo ha gobernado hasta la fecha.
Uno de mis alumnos piensa que los que saben estar saben irse. "Saber estar" es la distancia que media entre servir en una responsabilidad o servirse de ella.