Alejandro Navas, Profesor de Sociología, Universidad de Navarra
La planificación y el control
Durante las últimas semanas del año suelen multiplicarse las reuniones de directivos, tanto en corporaciones privadas como en la Administración, con el fin de establecer los objetivos para el año próximo. La expresión clásica de este esfuerzo planificador en el ámbito público son los Presupuestos Generales del Estado. Es razonable este intento por determinar el comportamiento futuro de los diversos actores -contribuyentes, proveedores, clientes, inversores, etcétera-, traducido económicamente en una previsión de ingresos y gastos. Las grandes magnitudes se trocean adecuadamente y se asignan a departamentos y unidades de negocio, de forma que todos tienen claro lo que se espera de ellos en el próximo ejercicio. Los trabajadores de a pie tendrán que esforzarse y sus jefes controlarán que hacen lo debido. Este modo de trabajar fue sistematizado por el 'padre' del management, Peter Drucker, con el título de 'dirección por objetivos'.
La determinación de ese tipo de metas puede constituir una referencia útil para los trabajadores, pero empiezan a surgir dudas sobre su eficacia. No está claro que haya proporción entre el tiempo y esfuerzo dedicados a la planificación y el rendimiento efectivo. El contexto complejo impuesto por la globalización hace inútiles muchas previsiones elaboradas con gran detalle. Todos, gobiernos y empresas, grandes y pequeños, estamos a merced de circunstancias incontrolables, y la planificación consigue con frecuencia justamente lo contrario de lo que se propone (efectos perversos). Algunas empresas han advertido el problema y se han adaptado con rapidez al nuevo marco, como la cadena de droguerías 'dm'. Esta compañía, presente en Europa central y del Este, gestiona más de 2.000 establecimientos y 31.500 empleados de modo completamente descentralizado. Cada tienda fija sus propios objetivos trimestrales. El director general, Erich Harsch, declara que no tendría sentido pretender gobernar la actividad de cada filial desde la lejana sede central. Además, la determinación de objetivos desde arriba llevaría a los responsables de las tiendas a estar más pendientes de sus jefes que de los clientes, error de perspectiva que resultaría trágico para la misma supervivencia de la empresa (cuántos gobiernos o partidos políticos sucumben a la tentación de complacer a su líder a cualquier precio, también al de ignorar la realidad).
Otra razón que hablaría contra la planificación centralizada tiene que ver con la productividad y la confianza. En mercados tan disputados como los de hoy, resulta crucial ser más productivo que la competencia, de modo especial en los países occidentales, que deben enfrentarse a los bajos salarios y menores costos de las economías emergentes. Sabemos que el factor más decisivo para incrementar la productividad es el clima de confianza entre directivos y empleados. Fiarse de los trabajadores y darles la correspondiente libertad resulta más eficaz que cualquier sistema de premios y castigos. En general, los empleados quieren trabajar y hacer las cosas bien, y responden positivamente cuando sus jefes confían en ellos.
No me parece casual que Finlandia, uno de los países punteros en el ranking del informe PISA, decidiera hace años suprimir la inspección educativa. Los colegios, también los públicos, funcionan mucho mejor cuando se les da libertad para organizarse a su modo y se les deja trabajar tranquilos.
Cuesta renunciar a la vieja mentalidad controladora y apostar por la confianza que, por otra parte, no se puede instaurar por decreto. Como implica reciprocidad, hay que preguntarse: ¿Quién debe dar el primer paso? Quien tiene la autoridad o el poder: gobernantes, directivos, padres, docentes. Al darlo, nos sentiremos vulnerables por un momento, pero la apuesta valdrá la pena.