Alejandro Navas, Profesor de Sociología, Universidad de Navarra
Obama no puede con el bipartidismo
En un interesante artículo que publica en el número de marzo de la revista 'The New York Review of Books', Elizabeth Drew se pregunta si la reforma sanitaria de Obama conseguirá sobrevivir. Y al analizar las razones de la oposición republicana a ese proyecto estrella del nuevo presidente, denuncia la ingenuidad y la ligereza de Obama, que en su campaña electoral anunciaba una política capaz de unir a demócratas y republicanos en proyectos de interés nacional. Parte del sueño que prometía era un nuevo modo de gobernar, por encima de las querellas de partido, que devolvería la ilusión a una ciudadanía decepcionada y desmoralizada por la presidencia de Bush.
Al cabo de un año largo de presidencia, Obama y su equipo comprueban con sorpresa y resignación que una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo, y que la realidad tiene muy poco que ver con los sueños, aunque sean los del hombre más poderoso del planeta. Se suponía que las diferencias ideológicas entre los partidos demócrata y republicano eran casi irrelevantes, de modo especial si comparamos esos partidos con las formaciones políticas europeas, aparentemente mucho más cargadas de ideología. Además, el tradicional pragmatismo norteamericano subrayaría la preponderancia de los planteamientos de centro: es ahí donde se sitúa la mayor parte de la población y, por tanto, donde se juegan las elecciones.
La realidad se está encargando de corregir esos tópicos de la sociología política. La sociedad estadounidense aparece hoy más polarizada que nunca, y el centro se despuebla a gran velocidad. A la vez, el voto se ha hecho muy volátil. Las encuestas y los resultados electorales registrados a lo largo de los últimos meses confirman que muchos votantes no afiliados a los partidos tradicionales están dando la espalda a Obama con gran rapidez, movidos por el desinterés, la decepción e incluso la indignación ante el curso adoptado por su gestión. Este proceso estaba cantado: Obama no iba a conseguir de modo ilimitado el apoyo de grupos con intereses contrapuestos; no se puede prometer todo a todos y pretender su respaldo cuando el Gobierno tiene que empezar a tomar decisiones que provocan el descontento de unos y otros.
Después de la dolorosa pérdida del puesto de senador por Massachusetts, las encuestas pronostican una severa derrota para los demócratas en las elecciones al Congreso y al Senado del próximo noviembre. Empieza a cundir un ambiente de 'sálvese quien pueda'. Destacados senadores demócratas anuncian, por ejemplo, que no se presentarán a la reelección; entre ellos, Evan Bayh, que sonó incluso como candidato para la vicepresidencia. El senador Bayh ha justificado su renuncia con el partidismo que se ha introducido en Washington, que impide cada vez más lograr mayorías a favor de políticas razonables. El Senado tenía la fama de ser una especie de club en el que la afiliación partidista contaba muy poco, pues primaba el interés superior del servicio a la nación. Esto ya no es así: también aquí los frentes partidistas están claramente marcados, y la estrategia de los partidos se impone a los intereses nacionales. De modo paralelo, ambos grupos parlamentarios se homogeneizan de forma creciente: tanto el grupo moderado-liberal de los republicanos como el ala conservadora de los demócratas tienden a extinguirse.
Scott McClellan, el que fuera portavoz del presidente Bush, acaba de publicar un libro en el que narra su experiencia y lamenta que la política en Washington se practique como si se tratara de una guerra. Todos los protagonistas lo lamentan, en público y en privado, pero casi nadie hace algo para evitarlo. Es una pena que esto suceda precisamente cuando el país se enfrenta a una crisis económica y a otros retos formidables, que deberían exigir el esfuerzo coordinado de todos.