Ana Marta González González, Profesora de Filosofía Moral de la Universidad de Navarra y coordinadora científica del Instituto Cultura Y Sociedad
A propósito del 8 de marzo
Desde su institucionalización por Naciones Unidas en 1975, los 8 de marzo celebramos el Día Internacional de la Mujer, antes llamado 'Día de la Mujer Trabajadora'. Bajo el lema señalado por Naciones Unidas para este año, 'Ahora es el momento: las activistas rurales y urbanas transforman la vida de las mujeres', la celebración de 2018, se ha presentado con una fuerte carga simbólica, convertido en vehículo de reivindicaciones morales que exceden el mundo del trabajo.
El éxito de la convocatoria de este año reside en haber sabido capitalizar un sentimiento social que venía fraguándose desde hace tiempo, alimentado en parte por los dramáticos casos de violencia de género que vivimos el pasado año, por campañas como el #Metoo o #Timesup, y también por iniciativas más recientes por la equiparación salarial. Ese sentimiento social, muchas veces soterrado, se ha exteriorizado en forma de clamor popular: un clamor fuerte, porque es expresión de un sentido de justicia que debería encontrar asiento por igual en hombres y mujeres.
Y es que lo que se ha conmemorado el 8 de marzo no es una reivindicación 'de género'. Es ante todo una reivindicación moral, de valor universal. Ciertamente no es la única causa moral que merece atención; podemos pensar en cuestiones como el tráfico de personas, que por lo demás toca de cerca -aunque no solo- a muchas mujeres. Pero la igualdad de hombres y mujeres, sus repercusiones en la vida familiar y social, no es -no debe ser- un tema que solo interese a las mujeres. Mientras lo veamos así lo veremos de modo equivocado.
Sin duda los movimientos identitarios tienen un lugar en la vida social: sirven para visibilizar problemas que estaban sepultados, generar una conciencia social y catalizar la acción colectiva. Sin embargo los protagonistas de los cambios sociales que esperamos deben ser los hombres tanto como las mujeres, y por esa razón unos y otras deben estar implicados en la reflexión conjunta sobre la naturaleza y las causas de las injusticias que detectamos, así como sus posibles soluciones.
Esa reflexión es más necesaria que nunca en tiempos de cambios acelerados. Los transformaciones sociales -lo que los sociólogos llaman morfogénesis- suelen generar desconcierto; el mundo que muchos daban por sentado, como si fuera cosa natural, se derrumba y se abren nuevas posibilidades, nuevas formas de vivir, también nuevas formas de sentir y de mirar. Las relaciones entre hombres y mujeres, los códigos implícitos de conducta mediante los que regulamos la vida familiar, profesional y social, se ven afectadas de lleno por estos cambios. Quienes confunden la moral con la costumbre tienen muchas posibilidades de perderse en el camino. El acceso de las mujeres a la educación y al mundo laboral, las oportunidades vitales que se han abierto para las mujeres -y que muchas ven frenadas por el llamado 'techo de cristal'- no son compatibles con inercias culturales y sociales arrastradas desde hace siglos y que hoy ya resultan difícilmente tolerables, tanto en el ámbito de las relaciones familiares como en el mundo laboral.
Como viera Tocqueville el principio democrático tiende por sí mismo a informar todos los aspectos de la vida social, sin excepción, modificando irremediablemente las expectativas vitales de todas las personas, sean hombres o mujeres. La cuestión es si, como sociedad, estamos a la altura de esas expectativas, pues lo que en definitiva está sobre la mesa es la equidad en el reparto de cargas y beneficios a la hora de construir la vida familiar y social, y en esta clase de reparto hay un extremo -el de la vida familiar- cuya dinámica relacional, en lo que tiene de más específico, excede lo previsto por el derecho, pues responde e incorpora factores de otro tipo, que solo pueden nacer de la libertad concertada de las partes.
Ciertamente, reconocer los límites del derecho en el plano de las relaciones personales no debe impedir promover los cambios estructurales que sean necesarios, a nivel de legislación, con objeto de impulsar la equiparación salarial y facilitar la ruptura del techo de cristal. No hay que olvidar, sin embargo, que muchas veces el auténtico reto se encuentra en el plano de la cultura informal, donde nacen los tópicos y expectativas de género, donde se fraguan redes de confianza que abren el paso a los hombres mientras lo cierran a las mujeres, donde emerge también el 'techo de cemento', con el que algunas mujeres se ponen a sí mismas los límites que acaso no les han venido impuestos desde fuera. El 8 de marzo ha sido un día simbólico; pero afrontar esos retos es una tarea de largo recorrido que nos compromete a todos en la vida cotidiana.