08/03/21
Publicado en
Diario de Navarra
Gerardo Castillo |
Profesor Facultad de Educación y Psicología
Las muchas y penosas noticias que cada día nos siguen llegando de la covid-19 nos suelen dejar sumidos en la perplejidad y el desconcierto. Sorprenden menos a quienes saben que no hay nada nuevo bajo el sol y que las grandes epidemias han sido una constante a lo largo de la historia. Algunas son relativamente recientes, como la del cólera en el siglo XIX, que se cobró 10 millones de vidas humanas. Pienso que no debemos ser meros espectadores que se lamentan de la tragedia. Más vale encender una cerilla que gritar contra la oscuridad. La pandemia nos pone a prueba, nos impele a hacer de la necesidad virtud, nos urge a repensarnos y a saber que “el cambio que deseamos ver en el mundo debemos realizarlo nosotros mismos” (Gandhi).
A la mayoría de la gente le preocupa contagiarse del coronavirus por sus efectos de tipo biológico, pero no por los de tipo psicológico y espiritual, que pueden tener, tanta o mayor importancia. No hablaré en esta ocasión del miedo patológico, pero sí del estado de incertidumbre, que es falta de seguridad y de certeza.
Las autoridades nos señalan un protocolo para prevenir un posible contagio, pero a pesar de cumplirlo, seguimos con muchas dudas. Hablar de ello con otras personas suele aumentar esas dudas, según sean optimistas o pesimistas, miedosos o valientes, jóvenes o viejos, etc. En una misma época y lugar, algunos se encierran en casa a cal y canto, mientras que otros pasean y toman café en las terrazas de los bares. Uno de los errores que alimenta la incertidumbre es creer que no tiene fecha de caducidad, que es para siempre.
Ver que las cosas escapan a nuestro control nos hace sentir vulnerables. Además, cambia nuestra jerarquía de valores: el primero es ahora la salud vinculada a la seguridad, mientras que el último es el dinero vinculado a la riqueza. La historia se repite: tras la arrasadora peste de Atenas en el año 430 a. C. el historiador Tucídides dejó escrito que los atenienses descubrieron de repente que “sus vidas y sus riquezas eran efímeras”.
Todas las personas necesitamos un mínimo de certidumbre, pero no tiene sentido aspirar a una certidumbre total, y menos todavía, en la actual sociedad del cambio. Una cierta dosis de incertidumbre y de riesgo le da interés y novedad a nuestro trabajo y, en general, a nuestra vida.
Existe una forma de incertidumbre negativa que se nutre con pensamientos sobre hechos que no han ocurrido y tendemos a aumentarla con hipótesis alarmantes sobre el futuro. A ello contribuye la gran cantidad de señales de alerta que recibimos desde el exterior.
El sentimiento opuesto a la incertidumbre es la certeza. Pero conviene no conformarse con lo cierto, sin aspirar a lo verdadero. La certeza es la seguridad que se experimenta al afirmar o negar algo. Es un estado afectivo. En cambio, la verdad del conocimiento es adecuación entre la inteligencia y lo real. Es un estado cognitivo. En algunos casos, lo que tenemos por cierto puede ser, además, verdadero, pero no en otros. El reto de aceptar lo imprevisible con serenidad requiere esfuerzo psicológico, flexibilidad y resiliencia. Esta última es la capacidad de reaccionar con iniciativa y decisión ante un cambio desfavorable en nuestra vida, consiguiendo revertir la situación. Las estrategias de supervivencia se basan en comprender que el apoyo mutuo es esencial. Por lo tanto, si deseamos afrontar lo múltiples retos que para la salud pública implica la pandemia, es clave apoyarnos en valores éticos y cívicos. Todos debemos ser responsables, empáticos y solidarios.
La solidaridad implica fraternidad, empatía y comprensión. La empatía es la capacidad que nos permite captar el estado afectivo de otras personas: qué es lo que sienten y por qué causas. Carl Rogers la denomina comprensión empática: ver las cosas como el otro las ve, lo que requiere “ponerse en sus zapatos”.
Tales valores deben emerger en cada ciudadano a contracorriente de un ambiente social contaminado por el “yoísmo” y el individualismo, dos formas de egocentrismo que impiden empatizar con el sufrimiento ajeno. El “yoísmo” se manifiesta, sobre todo, en hablar sin parar de sí mismo, incluidas las autocitas: “como yo suelo decir…”. El individualismo es ir cada uno a lo suyo. George Thibon afirma que en la sociedad actual existe un enclaustramiento de los individuos y una indiferencia respecto del prójimo. Es lo que Paul Valery llamaba “la multiplicación de los solos.”