08/07/2021
Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
La pérdida y desvinculación de bienes culturales de Navarra ha tenido, históricamente, muchas causas y, sobre todo, diversos caminos. El tema espera una monografía. A la hora de analizarlo, hay que tener en cuenta los tiempos y sus contextos, que no eran, ni mucho menos, los actuales. Fueron épocas sin apenas legislación, ni valoración hacia objetos que, en muchos casos, se consideraban como viejos y sin posibilidades de recuperación, en donde las modas imperaban de tal modo que los nuevos modelos de arquitectura, artes visuales y suntuarias arrastraron a los grupos sociales que tenían el suficiente poder adquisitivo como para consumir arte.
Frecuentemente, estamos acostumbrados a mirar sólo al arte religioso, que pese a haber tenido pérdidas importantísimas, ha conservado muchísimo más que ayuntamientos, instituciones civiles y casas privadas, por el conservadurismo inherente hacia las imágenes y cuanto les rodeaba.
El amueblamiento de la arquitectura doméstica: un ejemplo
Si consultamos los inventarios y la documentación de cuanto contenían las casas nobiliarias, burguesas o populares, la decepción es tremenda, ya que, por diversas causas, un altísimo porcentaje de su contenido, quizás más del 90%, ha desaparecido, por traslados de los bienes sujetos a mayorazgo hasta el siglo XIX, por ventas o simplemente por las modas y las dimensiones de las nuevas residencias familiares. Cualquiera tiene la experiencia de haber visto en casa de sus antepasados enseres que ya no existen.
Del mobiliario de las grandes mansiones y de las más populares ha escrito recientemente Pilar Andueza numerosos artículos y una monografía, al considerar la casa mucho más que su arquitectura.
Entre las grandes colecciones de pintura, mencionaremos el ejemplo de la casa Antillón de Lumbier, en la que instituyó un mayorazgo uno de los grandes coleccionistas españoles del Siglo de las Luces. Nos referimos al canónigo navarro de la catedral de Calahorra, Juan Manuel de Mortela y Ciganda (Sorauren, 1687 - Calahorra, 1776), hombre de amplia cultura y gusto exquisito, en cuya colección figuraron obras de Escalante, Rafael, Ribera, Cotto, Maratta, Murillo y Palomino, junto a una vajilla de porcelana china y selectas piezas nacionales y extranjeras. Aquel conjunto, que tanto le costó juntar, lo vinculó, en 1774, declarando “que como he sido muy aficionado a la pintura, he llegado a juntar una colección bastante numerosa de cuadros originales de autores antiguos y modernos, los más sobresalientes y de primera nota, y como estas alhajas hacen honor a las casas, es mi voluntad que queden vinculadas a la fundación de este mayorazgo”. Junto a numerosos lienzos de contenido religioso, alegórico y mitológico, poseyó la Inmaculada de Escalante (1666), donada por sus sucesores a las Benedictinas de Lumbier. Su pomposo retrato se conserva en la catedral de Pamplona.
Las funestas consecuencias de la Desamortización decimonónica
La invasión francesa, las sucesivas exclaustraciones y la desamortización de Mendizábal tuvieron para el patrimonio navarro funestas consecuencias. Códices, imágenes, tablas y lienzos, orfebrería, tapices y otras artes suntuarias desaparecieron para siempre. Causa verdadero sinsabor leer los inventarios de bienes muebles y de bibliotecas, realizados con prisa y lacónicamente, al comprobar la desaparición de su mayor parte. Incluso las iglesias de los grandes monasterios medievales fueron objeto de rapiñas, robos, incendios y, en el mejor de los casos, trasladados parte de su ajuar. El único caso en que se salvó la mayor parte fue el de Fitero, gracias a que su iglesia quedó como parroquia de la villa.
Las pérdidas de plata han sido estudiadas por Ignacio Miguéliz y José Antonio Marcellán. Es una lástima que la tesis de Amaya Zulaica, defendida en la Universidad de Navarra en 2001 no se haya publicado. Los listados de cruces procesionales, cálices, portapaces, ostensorios, relicarios, e incluso frontales de plata, que fueron objeto de rapiña en la Francesada, son harto elocuentes y no menos sorpresivos los medios de los que las gentes de los pueblos y las comunidades religiosas pusieron en marcha para evitar que piezas tan queridas saliesen de aquel modo. Un ejemplo de esto último nos lo proporciona el itinerario y pérdida del arca de san Veremundo de Irache del que nos ocupamos en este mismo periódico (6 de marzo de 2020).
En el mejor de los casos, algunos retablos de conventos y monasterios fueron trasladados a otros lugares y, poco a poco, los vamos conociendo a través de documentación, pues la memoria de las sucesivas generaciones ha desaparecido entre las personas de los lugares de destino. Ni qué decir tiene que, en la mayor parte de los casos, las piezas sufrieron pérdidas y mutilaciones considerables, cuando no cambios en su iconografía.
Peor fin tuvieron las pinturas, ya que la mayor parte debieron ser destruidas o recortadas en el mejor de los casos, para obtener un fragmento paisaje apto para ponerlo en una casa decimonónica. Retratos de príncipes y reyes, series de santos fundadores, grandes lienzos de altar y cobres flamencos desaparecieron sin dejar rastro.
No menos nefasta fue para las bibliotecas y archivos. Isabel Ostolaza ha hecho un estudio y valoración de las bibliotecas de los monasterios cistercienses, algunos de cuyos libros se encuentran en la Biblioteca General de Navarra. A Madrid fueron a parar otras piezas, como pergaminos, códices y otros documentos que se encuentran en el Archivo Histórico Nacional, o piezas tan significativas para la historia de Navarra como el poema de Guillem de Anelier de Toulouse, procedente del monasterio de Fitero y actualmente en la Real Academia de la Historia. Como es sabido, narra la guerra de la Navarrería de 1276. Su descubrimiento y primera edición fueron consecuencia de la visita a Fitero de Pablo Ilarregui para inspeccionar la librería en 1844, en representación de la Comisión de Monumentos de Navarra. Fue entonces cuando el citado investigador apartó algunos valiosos ejemplares, entre ellos el citado ejemplar escrito en versos provenzales, obra que según José Goñi Gaztambide es una “joya inestimable que bastaría para justificar la existencia del monasterio de Fitero”.
Ventas de sobresalientes piezas, hoy en grandes museos y colecciones
Desde la perspectiva de hoy, no podemos juzgar muchas de las ventas que se realizaron a lo largo de siglos precedentes, en varios ocasiones con el único objeto de poder mantener edificios y con harto dolor de quienes realizaban las enajenaciones.
Las ventas se documentan desde siglos atrás. Los monjes de Fitero vendieron el antiguo órgano, de comienzos del siglo XVII, al colocar el barroco actual en 1660. Su destino fue el convento de la Merced de Tarazona, en donde luce, tras su reciente restauración. Sabemos que por el santuario de El Puy de Estella pasó, en 1751, un vecino de Madrid, llamado Manuel Rodríguez que adquirió un par de vestidos antiquísimos de la imagen junto a dos frontales y tres casullas. El mencionado buscador de antigüedades llegó a la ciudad del Ega en busca de ornamentos viejos, habiendo adquirido ya algunos en otros templos de la misma ciudad navarra y de Tarazona y Viana.
Emilio Quintanilla estudió las ventas realizadas en Navarra a fines del siglo XIX y comienzos del XX, de modo especial todo lo relacionado con el episcopado de fray José López y Mendoza. Si bien, muchos proyectos de ventas se frenaron desde los pueblos, como la sillería de Los Arcos o los tibores de Puente la Reina, otras piezas como la imagen románica de la Virgen de Villatuerta, la arqueta de esmaltes de Abárzuza, la imagen gótica de marfil de las Clarisas de Estella o los tapices de Recoletas no corrieron la misma suerte. Al tratarse de objetos especiales y el hecho de contar con algunas fotografías, no nos hace perder la esperanza de reencontrar parte de esas piezas. Recordemos el caso de la imagen mariana de Estella que se encuentra hoy en el British Museum, reconocida por M. Zuza, o la píxide de marfil de San Pedro de la Rúa de la misma ciudad, hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York, localizada por E. Quintanilla.
La pasión por el arte medieval de muchos museos y colecciones hizo que los frontales de Góngora y Arteta -Museo de Arte de Cataluña- y el de Eguillor -hoy en la Galleria Sabauda de Turín- saliesen de la comunidad Foral en fecha no muy precisa. Algunos bienes arqueológicos siguieron el mismo recorrido.
Mayor dificultad para su localización presenta todo aquello que no cuenta con fotografía, ya que el paso por distintas colecciones, suele ir borrando su procedencia. Por desgracia, no conocemos los tapices de Recoletas, vendidos con el empuje episcopal, en contra de la voluntad de las religiosas, en 1911.
Sabemos asimismo que, en algunas ocasiones, las enajenaciones se realizaron con luz y taquígrafos, como ocurrió con las colgaduras de las Clarisas de Estella de 1706, subastadas en 1921, para lo que se pusieron anuncios públicos en la prensa nacional, llegando ofertas desde Zaragoza, Londres, Pamplona y Madrid. Más recientemente, salieron los órganos de los Franciscanos de Olite -San Sebastián- y el de las Clarisas de Tudela -Santes Creus-.
Robos y engaños
Las sustracciones de objetos, preferentemente de plata en otros tiempos y de otras artes en el último siglo se pueden documentar con cierta facilidad, en expedientes de archivo y también con la consulta de la hemeroteca. La relación de robos es enorme, algunos con hecho sobrenatural incluido, como el del Puy en 1640. Harto célebre fue el de Aralar, en 1797. Entre los del siglo XX, mencionaremos el de la catedral de 1935, con el hurto de las coronas de la titular del templo y de la mismísima arqueta de Leire, que inspiró una novela a José Luis Díaz Monreal. Sin embargo, si hubo otro robo con detalles y características todavía más novelescas, ése es el que ocurrió al poco de comenzar la guerra civil de 1936, siendo archivero don Néstor Zubeldía. Un hombre de su confianza se hizo con numerosos códices, libros e incunables. Algunos se vendieron en París, mientras el archivero era depurado y juzgado por sus ideas nacionalistas. De vuelta a Pamplona, en 1939, descubrió el desaguisado. El que desee leer con todo detalle todo aquel suceso lo puede hacer en el tercer volumen de la Historia eclesiástica de Estella de Goñi Gaztambide, en la biografía que dedica al polifacético don Néstor.
Los últimos grandes robos fueron perpetuados en Aralar y Estella. En el primer caso, tuvo lugar en 1979 y el organizador de la sustracción fue el famoso Erik el Belga. En 1981 volvían la mayor parte de los esmaltes, tras un periplo por tierras europeas digno del mejor de los relatos policíacos. El curioso puede rememorar todo en una crónica de la revista Príncipe de Viana de 1981.
Por lo que respecta a San Pedro de la Rúa de Estella, se conocen numerosos robos, documentados desde comienzos del siglo XVIII. Sin embargo, el gran robo tuvo lugar en octubre de 1979, cuando se sustrajeron el relicario de filigrana de plata con el omoplato de san Andrés y 25 objetos más entre los que figuraban el famoso báculo de esmaltes. Si bien alguna pieza se recuperó, el grueso y las alhajas más importantes nunca aparecieron.
Algunos objetos salieron relativamente tarde. El padre Planas, del monasterio de Montserrat, se hizo con el pectoral de los abades de Fitero, hace poco más de un siglo, intercambiándalo por un reloj de pared para la sacristía. Un realejo se cambió, hace un siglo, también en Fitero, por un armónium. Tempus regit factum.
Deslocalización y traslados hasta nuestros tiempos
Los traslados de piezas de arte mueble son una constante desde el mismo siglo XIX. Recordemos, como ejemplos, la serie de san Elías del Carmen de Pamplona que pasó a las Agustinas de San Pedro y posteriormente al monasterio de Leire, o el retablo del Carmen a la capilla del Museo de Navarra.
Las intervenciones en algunos edificios también motivaron la salida de piezas históricas de distinto valor y cronología. La desafortunada restauración de la catedral de Pamplona, en la postguerra, hizo que el retablo mayor de la Barbazana, obra singular del primer Barroco en Navarra, realizada por Mateo de Zabalía hacia 1642, fuese a parar al monasterio de Santa Isabel de Madrid, en donde lo localizamos, gracias a una fotografía. Con anterioridad, de la misma seo habían salido ya otras piezas con destino a otras parroquias, en 1805. El retablo de la Santísima Trinidad acabó en la de Errazquin y el de san Martín, hoy en la de Yaben. Una pieza singular y de la que no sabemos su valor ni antigüedad, fue el velo con el que se cubría el retablo mayor catedralicio en Semana Santa que solicitó, por estar en desuso, el párroco de Leache, en 1942.
Las pinturas murales que se exhiben en el Museo de Navarra son testigo de unos traslados desde diversas localidades de Navarra y su capital, en unas intervenciones justificadas en su día, aunque hoy, seguramente, no se hubiesen llevado a cabo.
En las últimas décadas, la despoblación y abandono en algunos pueblos, ha propiciado el traslado de los enseres de sus templos a otras localidades, aunque ya con toda una serie de expedientes y anotaciones que documentan todo el trasiego, al igual que con el levantamiento de algunas clausuras.