José Benigno Freire Pérez,, Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
El síndrome de Sissí
¿Conocen el Síndrome de Sissí? Es un síndrome muy al estilo de nuestro tiempo. Les cuento… Este síndrome consiste en que personas depresivas encubren su abatimiento vital con un comportamiento activo y positivo frente a la vida. Es decir, los depresivos se disfrazan de felices. En Alemania, dicen, este síndrome lo padecen unos tres millones de personas. ¡Ya son depresivos... que parecen felices! Pero la cosa no termina ahí... Otro genio de lo psicológico ha descrito la Depresión del Paraíso. Esta es más sofisticada y selectiva: la sufren los acomodados jubilados europeos de climas tristones cuando arriban a la agradable temperatura de Baleares o Canarias. Desacostumbrados a ese ánimo eufórico propiciado por un cielo claro y despejado, y el calorcillo, se inflan de felicidad y esa misma felicidad les anega los mecanismos psicológicos. Pues incapaces de disfrutar con tanta felicidad, así, de golpe…: ¡se deprimen! En este caso los felices se disfrazan de depresivos. La cosa tiene su guasa...
Pero aún hay más. Hoy trasladamos tranquilamente al médico o al psicólogo los menudos e inevitables roces del acontecer ordinario, y nos quedamos tan panchos. Fíjense… Si los fines de semana nos resultan aburridos no se debe a nuestra posible sosera, no…: sencillamente sufrimos un Síndrome de Incapacidad Patológica a la Ociosidad. Y a la inversa, si disfrutamos en las fiestas, tampoco es por nuestro temperamento jovial: padecemos un Trastorno de Alegría Generalizado.
¿Qué el niño le ha salido desobediente, caprichoso o malcriado? No se culpabilice por educarlo mal, ¡que va!, su hijo experimenta un Comportamiento Oposicional Desafiante, o es hiperactivo. ¿Qué sus hijos no le hacen ni caso? ¡Tranquilo! ¡Mantenga incólume la autoestima! Sencillamente ha sido víctima del Síndrome del Tigre Enjaulado (Klaus Wahle): la incapacidad, casi patológica, para tomar decisiones por la presión de la inmensa responsabilidad de educar a los hijos.
¿Urgen las vacaciones porque el estrés amenaza…? Pues, ¡joróbese!, al principio no disfrutará por culpa del Síndrome de la Hamaca. ¿Y cuando se acostumbre a la placidez de la hamaca? Pues la vuelta acecha y con ella la depresión posvacacional. ¡Qué jaleo! Entre síndrome y síndrome volaron las vacaciones…
La cuestión, pienso yo, es mucho más sencilla. Consiste en aplicar a la vida unos gramos de sentido común. Llanamente: las cosas cuestan y cansan. Si se trabaja intensamente, se acaba rendido; la responsabilidad, agobia; y la tensión (familiar o profesional) estresa… ¡Lógico! Y como el psiquismo humano no es de chicle o plastilina, pues precisa tiempo y empeño para adaptarse o readaptarse a las situaciones. Exactamente igual que los deportistas: tras los primeros entrenamientos sufren... ¡agujetas!; y cuando acumulan partidos se agotan. Resulta absolutamente normal que después de unas semanas de holganza cueste retomar el ritmo de la vida ordinaria; que el trabajo, canse; que la responsabilidad agobie y estrese.
El problema es otro: la sociedad del bienestar nos embaucó con la promesa del disfrute y la comodidad a tope. Y, por ello, llevamos bastante mal eso de soportar la menor cosilla costosa o desagradable. Y aquí se esconde el quid de la cuestión: esa adaptación o readaptación de los mecanismos psicológicos conlleva inevitablemente un ligero malestar o fastidio, que debemos soportar, al menos, estoicamente.
Para intentar paliar las molestias inherentes al vivir nos hemos inventado un truquillo ingenioso: medicalizarlas o psicologizarlas. Es decir, buscar un fármaco que apacigüe los síntomas indeseables, o encontrar alguna razón que nos libere de la responsabilidad personal. Quizá me explique mejor con un ejemplo:
Siempre existieron temperamentos tímidos. Aunque ahora los etiquetamos como fobia social. ¡Así queda más estético! Por supuesto, con los fármacos adecuados consigues químicamente que un tímido modifique su comportamiento. ¿Y cuando no tenga el fármaco a mano…?
Ese proceder, en rústico, ya se usaba mucho tiempo atrás. Por ejemplo, en mis años juveniles, los menos dotados para el galanteo, por la timidez, se bebían un copazo de licor fuerte para atreverse a cortejar a la moza de sus sueños. Y así una y otra vez. Ahora bien, si la mozuela se resistía, se enganchaban al alcohol mucho antes de sacudirse la timidez…
¿Y si realmente una persona sufre una fobia social? Pues para eso están los especialistas. Pero sin confundir: una cosa es una fobia social y otra muy distinta una timidez temperamental. En condiciones de normalidad, la timidez de temperamento se vence con esfuerzo personal: ponerse colorado mil veces, sudar, disimular el tembleque de la voz, asistir –sin ganas- a actos sociales, saludar (aunque el cuerpo pida huir)… Y así es le camino normal para resolver la mayoría de nuestras dificultades existenciales:
¿Qué a la vuelta de vacaciones estamos desganados? Pues a trabajar... desganados. ¿Desmotivados? ¡Pues desmotivados!, tal vez nos anime bastante pensar en la próxima nómina… ¿Qué los niños dan la lata? ¡Claro! A educarlos… ¿Qué hay problemas? A solucionarlos…
En definitiva, los enfermos, al médico o al psicólogo. Y el resto, por favor, no nos engañemos con una pastillita o con un mimo psicológico, y disfrutemos también del menudo coraje para solventar las contrariedades inevitables del ajetreo diario. Para ello basta con sustituir las píldoras, o los melindres psicológicos, por unos granos más de sentido común y alguna chispa de sentido del humor.