Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte navarro
Los trabajos y los días en el arte navarro (14) Fiesta en torno a celebración de la Inmaculada
Fenómeno social y cultural que superó al hecho religioso
Algunos hechos de tipo religioso con enorme contenido cultural se convirtieron en sociológicos. Entre ellos, podemos citar el de la Inmaculada Concepción. Su entrada en el arte, la literatura y la piedad popular en el mundo hispánico durante el siglo XVII fue un fenómeno en el que se vio involucrado todo el conjunto del tejido social. Sus imágenes en diferentes ámbitos y con distintas técnicas trascendieron lo estrictamente religioso para encuadrarse en una dimensión más amplia: la cultural. El tema dio lugar a singulares vivencias por parte del pueblo, así como a un auténtico hervidero de ideas, imágenes y escritos por parte de teólogos, artistas y miembros de otras élites sociales.
La sociedad navarra también vivió con intensidad aquel misterio y piadosa creencia, ya que no fue dogma hasta 1854. Algunos pueblos la proclamaron patrona, otros denunciaron a los dominicos que predicaban contra el sentir popular y otros hicieron sus particulares votos concepcionistas. Un sinnúmero de votos, cofradías, congregaciones, saludos, fiestas y torneos dan buena fe de cómo el mero hecho religioso se convirtió en sociológico y cultural.
Votos de las instituciones y grandes ciudades y copatrona del reino
El movimiento inmaculista estuvo presente, tempranamente, en las instituciones navarras, tanto en las del Reino, como en las locales y diocesanas, así como en las de las órdenes religiosas –Jesuitas y Franciscanos especialmente- y de múltiples cofradías. El juramento concepcionista de las Cortes de Navarra de 1621 y los votos de los principales ayuntamientos (Pamplona en 1618, Tudela en 1619, Estella en 1622, Olite en 1624 y Sangüesa en 1625) constituyen una buena muestra de ello. Al mismo sentir se debió la obligación de jurar la defensa del misterio para cuantos se avecindaban o naturalizaban en estas tierras, o bien entraban a formar parte de una institución estrictamente civil o religiosa, ora las Cortes de Navarra ora el cabildo catedralicio. A todo ello se deben unir las celebraciones festivas, las procesiones, la música, los torneos y diversiones con los que el pueblo festejó, de modo extrovertido, la fiesta. El placer de sentir y el gozo de celebrar se hicieron muy presentes en sintonía con el arte y la cultura del Barroco siempre tendente a cautivar a las personas mediante los sentidos, más frágiles que el intelecto.
En 1760 el Papa, a instancias de Carlos III, declaró a la Inmaculada como patrona de las Españas. La Diputación de Navarra recibió la misiva real en 1761 y dejó la resolución sobre el modo de celebrar la fiesta para que lo determinase el Reino reunido en Cortes. En 1765 esta última institución decidió conmemorar tal fiesta como se hacía con los santos patronos, figurando la Inmaculada, en años sucesivos, como copatrona del Reino en sus actos oficiales.
Algunos pueblos navarros como Fitero, Cintruénigo, Corella, Olite o Arróniz la proclamaron patrona o copatrona en torno a 1643, con el voto correspondiente en el caso de no haberlo hecho anteriormente, mientras otros denunciaron a los frailes dominicos que predicaban contra la creencia popular.
La fiesta multiplicada en Pamplona y un torneo espectacular en Tudela
La catedral, los Franciscanos, las Agustinas Recoletas y los Capuchinos de la capital navarra compitieron con cultos y celebraciones en torno al día 8 de diciembre, en algunos casos con novena y, generalmente, con octava. El reino y el regimiento pamplonés hicieron otro tanto. A tal número de funciones tenía que asistir la capilla de música de la catedral, que hubo que racionalizar los horarios y cultos. Incluso la Congregación de la Inmaculada Concepción de los Jesuitas, establecida en 1613, se vería obligada a celebrar su fiesta principal el 21 de diciembre, por estar el día 8 y su octava repletos de funciones en señalados templos de la ciudad. Sus congregantes organizaban un repique de campanas la víspera, con acompañamiento de chirimías, una gran hoguera delante de la casa del prefecto y la colocación en las ventanas de las casas de todos ellos de una imagen de la Inmaculada entre dos luminarias.
En la capital de la Ribera y en honor de la Inmaculada se organizó un torneo en 1620, quizás el de mayor importancia de los celebrados en la ciudad en los siglos de la Edad Moderna. Como es sabido, un torneo rememoraba los ejercicios caballerescos medievales con simulacros bélicos de combates. Era considerado como el más noble ejercicio para caballeros, aunque decayó en Castilla y se mantuvo con cierta fuerza en los territorios de la Corona de Aragón. Tenían como protagonistas a los nobles, de cuyas filas se reclutaban a los actores y aún a los espectadores, en muchos casos.
Como en festejos de este género, en el cartel anunciador se daba cuenta de los caballeros participantes, y su relación explica todo lo relativo al escenario, la pompa, el lujo y la ostentación del evento, elementos todos ellos con una finalidad: cautivar a los espectadores por la fuerza de los sentidos, mediante medios orales y plásticos. Los espacios de la fiesta, como era de esperar, se transformaron para el acontecimiento con banderolas, gallardetes y ricas colgaduras y reposteros de tafetán.
No faltó en su desarrollo la música, tanto la de contenido puramente civil, como la militar. Al respecto hay que recordar que la música era en éste, como en otros festejos religiosos y lúdicos, una auténtica banda sonora, con la que se subrayaban momentos cargados de símbolos, ceremoniales que hablaban con sus gestos, así como las acciones sin palabras de quienes actuaban. La pólvora, los tambores, pífanos y cajas cooperaban en aquel mundo de sonidos a subrayar algunos tiempos con efectividad sublime, como la llegada del monstruo infernal, especie de máquina con fuegos y cohetes de todo tipo.
Cofradías y fiesta a lo largo de toda la geografía foral: hogueras, música, pólvora y campanas
Un total de diecisiete parroquias figuran o figuraron bajo su advocación: Egulbati, Ezperun, Garrués, Naguiz, Ollacarizqueta, Anchóriz, Errea, Ilúrdoz, Arive, Ongoz, Arce, Artozqui, Gurpegui, Ayanz, Uli de Lónguida, Uroz y Tirapu. Las ermitas fueron dieciséis, la más antigua la de la Concepción del Monte de Torralba del Río, levantada por el ermitaño Juan de Codés en 1540, aunque la más afamada fue la de Cintruénigo, con mayor proyección social, devocional y artística.
Entre las cofradías conocemos las de Ablitas (documentada en 1562), Cintruénigo, Echarri-Aranaz, Lazagurría, Mendavia, Fitero, Corella, Artozqui, Lodosa, Legaria, Falces, Cárcar, Torralba del Río, Caparroso y Sangüesa. A éstas hay que añadir algunos gremios como el de los tejedores de Pamplona o el de los cereros de Estella, las congregaciones de la Compañía de Jesús y el Colegio de Abogados de Pamplona que la veneraban por patrona.
En las distintas localidades navarras en que se celebraba, con mayor o menor pompa, el día de la Concepción encontramos los elementos propios de la fiesta tradicional: el sermón, el estruendo de la pólvora, el calor del fuego de las hogueras, el sonido de las campanas repicando de forma especial, los acordes de la música y un rico ceremonial para acompañar a las autoridades a las vísperas, a la misa y a la procesión del día, en donde destacaba el sermón, encargado ex profeso a persona con cualidades de oratoria. En algunas cofradías, como la de Echarri-Aranaz, no faltaron las advertencias en visitas pastorales, sobre el exceso de la comida y la bebida con el pretexto de la celebración. En Cintruénigo se documentan incluso representaciones de comedias con motivo de alguna celebración extraordinaria.
En vísperas de la declaración dogmática de 1854
La sociedad vivió con intensidad aquella piadosa creencia, ya que no fue dogma hasta 1854. Todavía había localidades, a mediados del siglo XIX, en que los vecinos se intercambiaban el saludo angélico, como cortesía, al cruzarse por la calle. El párroco de Lacunza, en 1849, informaba que los habitantes de aquel pueblo utilizaban el Ave María Purísima, para saludarse, ya que “todavía, gracias a Dios, no se han puesto en práctica, en esta gente, las salutaciones modernas”. En algunas localidades en donde ni había cofradía ni voto, algunas familias sufragaban los gastos de la fiesta, como ocurría en Santacara, Aoiz y Aibar. Del mismo modo, estaba generalizada la costumbre en las mismas fechas de iniciar los sermones con la siguiente salutación: “Sea bendito y alabado el Santísimo Sacramento del Altar y la Purísima Concepción de María Santísima nuestra Señora concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser natural. Amen”. En Ochagavía, al terminar de rezar el rosario las familias lo hacían así: “Sea por siempre bendito y alabado el Santísimo Sacramento del Altar y la pura e inmaculada Concepción de María Santísima en el primer instante de su ser natural. Amen”.
Estos testimonios y otros muchos llegaron al obispado de Pamplona desde los pueblos de su jurisdicción, en contestación a un edicto y cuestionario sobre el tema de la Inmaculada en 1849, cuando la declaración dogmática de Pío IX se iba haciendo camino.
Expresiones artísticas
Junto a la fiesta, la música y las diversiones públicas, las imágenes de la Inmaculada, en sus versiones pictóricas, plásticas y grabadas constituyen el mejor testimonio para contemplar la verdadera dimensión de aquel fenómeno. Destacados mecenas, instituciones, nobles, personas particulares y cofradías encargaron esculturas, pinturas, grabados, escarapelas, medallas y escapularios con la imagen de la Concepción. Muchas se han conservado, constituyendo piezas claves para analizar aquella realidad desde distintos puntos de vista: histórico, religioso, costumbrista y artístico.
Entre las esculturas existe una marcada diferencia entre las del siglo XVII y las de la centuria siguiente. Las primeras serán de impronta castellana, deudoras de los modelos del escultor vallisoletano Gregorio Fernández. Destacan las de los retablos mayores de Arróniz y Arellano, así como la de Berriozar, sufragada en 1632 por su abad don Nicolás Ezpeleta, de la casa de los barones de su apellido y vizcondes de Val de Erro. De Valladolid llegó una talla singular, en 1681, con destino al colegio de los Jesuitas en donde hubo una importante cofradía de la Inmaculada, que hoy se conserva en el Seminario de la capital navarra. Los aportes de importantes escuelas están presentes en otras localidades. La de Ablitas sugiere modelos andaluces de Pablo de Rojas, las de origen napolitano no faltan en algunas clausuras de religiosas y tampoco será raro encontrar alguna de talleres riojanos o aragoneses en localidades pertenecientes antaño a los obispados de Calahorra o Tarazona.
Cofradías de la Inmaculada y de otras advocaciones, hicieron votos concepcionistas y encargaron pinturas y esculturas. La del Santísimo Sacramento de Tudela costeó una imagen de vestir, en 1682, que es la que se procesiona la mañana de Pascua en la famosa Bajada del Ángel en la capital de la Ribera.
La delicadeza y el barroquismo berninesco se impondrán en las piezas importadas del siglo XVIII desde Aragón, Nápoles y la capital de España. Coincidiendo con la proclamación como patrona de los reinos hispanos en 1760, encontramos algunas piezas singulares, algunas de las cuales se adelantan a aquel hecho. Entre las llegadas de la Corte madrileña destacan la de Lesaca, obra de Luis Salvador Carmona, las de Falces, Gaztelu de la impronta del mismo maestro y las de Arizcun y Bacaicoa. De Nápoles llegó la que se venera en el retablo de la Virgen del Camino de Pamplona, costeada por Agustín de Leiza y Eraso, en 1772.
El capítulo de la pintura es especialmente rico, por contar en Navarra con singulares obras. Entre las del siglo XVI hay que mencionar las tablas de la iglesia del Cerco de Artajona y las pinturas renacentistas de Tudela y Olite. Pertenecientes a los siglos del Barroco, contamos con obras de escuela madrileña, en donde mejor arte se consumía. Firmas de Marcos de Aguilera, González de la Vega, Castrejón, Ezquerra, Escalante, Miranda…etc., componen un destacado elenco de lienzos que fueron llegando a los lugares de recepción de vanguardias artísticas que, en aquellos momentos, eran los conventos y monasterios. A todos esos lienzos hay que añadir los que realizó Vicente Berdusán, el mejor pintor establecido en Navarra en el siglo XVII.