09/01/2024
Publicado en
ABC
Jaume Aurell |
Catedrático de Historia Medieval
saurell@unav.es
Tony Judt fue un respetado consejero de Tony Blair, a quien dotó del realismo que aportan los historiadores a los políticos. Convencido europeísta, fue además un ejemplo de intelectual comprometido socialmente. Aquejado dramáticamente de una esclerosis lateral amiotrófica, tuvo que escribir su gran obra sobre Europa (Posguerra: Una historia de Europa desde 1945) con la ansiedad de quien conoce ya el fin de sus días y quiere dejar un legado imperecedero. Lo consiguió. Se trata de una monumental historia reciente de Europa que tiene el ritmo de un thriller y el alcance de una enciclopedia, y que debería formar parte del plan de estudios de todos los bachilleres europeos. Después de casi mil páginas de profunda erudición y clarividente interpretación, Judt concluye:
“El siglo XX asistió a la caída de Europa en el abismo. Estados Unidos forjó el mayor ejército y China fabricó más bienes y más baratos. Pero ni Estados Unidos ni China tienen a su disposición un modelo útil susceptible de emulación universal. Al pesar de los horrores de su pasado reciente – y en gran medida a causa de ellos – ahora son los ‘europeos’ los mejor situados para ofrecer al mundo ciertos modestos consejos sobre cómo evitar la repetición de sus propios errores. Pocos lo habrían predicho hace sesenta años, pero el siglo XXI todavía puede pertenecer a Europa”.
Europa aparece hoy día como una digna pero algo avejentada dama, algo así como alguna de esas esculturas bellísimas, de cuerpo entero, pero algo deslavazadas, inexpresivas y mutiladas, que han llegado hasta nosotros desde la Antigüedad clásica: la Venus de Milo, la Victoria de Samotracia y las Cariátides del Partenón. Su porte elegante y su mirada insabible siguen intactas, pero el paso del tiempo las ha relegado a una aparente monumentalidad estéril. Y, sin embargo, sigue ejerciendo una fascinación permanente entre sus millones de visitantes, procedentes de todas las civilizaciones, atraídos por ese algo sublime que sólo consiguen los clásicos.
Pese a su longevidad y aparente decrepitud, esas tres esculturas siguen siendo ‘actuales’, nos siguen inspirando. Cuando leí el párrafo de Judt, pensé, una vez más, que Europa, pese a su aparente senectud, conserva una dignidad y una serenidad que debemos valorar en su justa medida y tratar de avivar, si no queremos equivocarnos en cuestiones esenciales. Pensé, asimismo, qué actual sigue siendo aquella admonición tan sabia, atribuida al célebre compositor centroeuropeo judeo-católico Gustav Mahler: “La tradición no consiste en adorar las cenizas, sino en avivar el fuego”. Embelesarnos con nuestro pasado europeo, que es tan excelso, es un ejercicio tan necesario como reconfortante. Pero no basta admirarlo como se aprecia un monumento inerte, si no actualizarlo, si no queremos caer en ese vicio tan feo de la modernidad que es confundir el tradicionalismo con el sano apego a la propia tradición – esa parte del pasado que, fruto de una densa interacción de una generación a la siguiente, sigue existiendo en el presente.
Y, sin embargo, la reputación de Europa está en entredicho. Le está pasando, casi a la letra, aquello de que “quien a hierro mata, a hierro muere”, porque está sufriendo en sus carnes la misma lógica de la Leyenda Negra que ella misma arrojó hacia una de sus componentes más insignes, España. El resto de civilizaciones – Rusia, Islam y China especialmente – están aprovechando hábilmente la baja autoestima que, desde la segunda guerra mundial y los procesos concomitantes de la descolonización, se han instalado, artificial y acríticamente, entre los propios ciudadanos europeos.
Honestamente, no sé si esas otras civilizaciones están en condiciones de dar muchas lecciones morales a Occidente, pensando en sus acciones en el pasado y en el presente. Pero incluso aceptando aquello de que “mal de muchos, consuelo de tontos”, la paradoja que me inquieta es que muchas de esas críticas provienen de intelectuales o activistas extra-occidentales. Ellos han lanzado sus ideas anti-europeas desde las universidades occidentales, porque desde sus propios centros intelectuales originarios no pueden ejercer libremente su labor. Esto ha tenido unas consecuencias bien perceptibles en la vida pública, que los propios occidentales han asumido con una frivolidad y una sumisión intelectual sobrecogedoras: desde la desmitificación de sus héroes – desde Colón a Isabel la Católica, pasando por el (hasta ahora desconocido) Fray Juníper Serra – al derribo de sus símbolos: desde sus esculturas hasta sus obras artísticas, producciones literarias y realizaciones culturales más representativas.
Y, sin embargo, ¿hay tantos motivos para caer en esa baja autoestima?
La realidad es que la anciana dama europea conserva todo su poder de seducción, por su patrimonio del pasado y su atracción en el presente. Basta una sencilla exploración en Google para acreditar que Europa sigue siendo el continente más visitado por los turistas de todo el mundo, el destino soñado por emigrantes de todo el planeta (que incluso se juegan la vida, literalmente, para conseguir su ciudadanía), el territorio donde las coberturas sociales (educación obligatoria, asistencia sanitaria, cobertura de paro, pensión de jubilación) son universales, la tierra prometida para la libertad de expresión, el espacio político donde la democracia está más consolidada, el lugar donde los derechos de las minorías son más respetados, la plaza donde hay mayores índices de seguridad, y la atmósfera donde los intelectuales pueden lanzar sus ideas del tipo que sea sin temor a ser represaliados.
Además, los europeos gozan de una religión cuyo fundador decidió no inmiscuirse en los asuntos temporales (“al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”), lo que consolidó el gran legado cultural de sus tradiciones previas (Jerusalén, Atenas, Roma) y les inmunizó de la teocracia política como la de Irán, de la politización de la religión como en Rusia o de la condena a la irrelevancia de la religión como en China.
Que no estamos en nuestro mejor es evidente, pero la realidad no es la que soñamos utópicamente, sino la que se impone a nuestro alrededor: los derechos de los que un ciudadano goza en las otras grandes civilizaciones no aguantan la mínima comparativa con los de los europeos.
Los retos que Europa tiene por delante son ciertamente complejos: la armonización entre diversidad y uniformidad, algo que siempre ha garantizado su grandeza; la preservación de los propios valores específicos junto a la tradicional capacidad de acogida de los inmigrantes; el cuidado de los derechos universales adquiridos (educación, sanidad, jubilación) para pasarlos intactos a las siguientes generaciones, lo que exige una política fiscal y de deuda pública realista; y la consolidación de las propias instituciones jurídicas y políticas. Pero si somos capaces de respetar y valorar nuestro patrimonio – material, artístico y espiritual – del pasado y de afrontar esos retos, seremos capaces de conseguir el desafío que lanzó Judt, y el siglo XXI todavía puede pertenecer a Europa. Pero ninguno de estos nobles objetivos será posible conseguirlos si no nos empeñamos en levantar nuestra autoestima: nuestro sublime pasado y nuestro esperanzador presente así lo exigen.