05/12/2022
Publicado en
Diario de Navarra
Fermín Labarga |
Profesor en la Facultad de Teología
Hace cuatro siglos, el 12 de marzo de 1622 san Francisco Javier era canonizado en la basílica de san Pedro de Roma por el papa Gregorio XV. Aquel mismo día fueron inscritos en el catálogo de los santos otros cuatro más: Isidro labrador, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús y Felipe Neri. Éste era el único que no era oriundo de los reinos de España, por lo que maliciosamente los romanos dijeron que el Papa había canonizado a cuatro españoles y a un santo.
Lo cierto es que aquella canonización constituyó un hecho sin precedentes. Por primera vez se realizaba una canonización colectiva; por primera vez los canonizados habían tenido que superar la fase previa de la beatificación; por primera vez se proponían como modelos e intercesores personas que habían fallecido recientemente, con la única salvedad del labrador madrileño, Isidro, cuyo proceso había llevado adelante con tesón la villa de Madrid, deseosa de contar con un santo propio que diera aun mayor lustre a la nueva capital de la Monarquía hispana. Realmente la canonización se había diseñado tan solo para él, pero diferentes “grupos de presión” fueron moviendo sus fichas para conseguir que sus respectivos candidatos se colaran en la brillantísima celebración que tuvo lugar en la fría mañana de aquel 12 de marzo.
Según se ha demostrado, la segunda incorporación fue la de santa Teresa, cuyo proceso promovía el Carmelo descalzo tras haber obtenido un éxito clamoroso en el de beatificación, que la curia romana calificó como imposible de mejorar. La Orden se volcó, pero fueron la esposa del embajador de España en Roma y la propia cuñada del papa las que, con auténtico tesón, consiguieron su beneplácito.
Mientras tanto, la Compañía de Jesús movía sus fichas para lograr la canonización de su fundador, san Ignacio. Contaba para ello con el apoyo del rey de Francia, educado por los jesuitas, junto con otras altas personalidades e instituciones. No fue fácil convencer al papa, sobre todo porque no era costumbre entonces que en el mismo pontificado se canonizaran muchos santos. Gregorio XV, gran amigo de la Compañía, parecía sentirse presionado y pidió que le dejaran considerarlo con sosiego en la presencia de Dios. Era el mes de noviembre de 1621.
Y a partir de ahí vino la sorpresa. Un buen día de finales de aquel mes el papa manifestó que deseaba canonizar también al beato Francisco Javier. Sin más. El misionero navarro tenía su propio promotor, nada menos que el mismísimo pontífice romano. No parece que fuera mero fruto de la devoción personal ni tan siquiera de la admiración que había despertado en todo el orbe católico aquel intrépido aventurero a lo divino, cuyas cartas desde Oriente habían suscitado oleadas de fervores misioneros. Al canonizar a Francisco Javier, Gregorio XV proponía el modelo ejemplar del misionero católico, aquel que estaba llamado a convertirse en referencia ineludible para la labor evangelizadora de la Iglesia.
Tres meses después de la canonización, en junio, el papa erigía la nueva congregación de propaganda Fide. Es decir, el ministerio encargado de la propagación de la fe católica, que asumía como prototipo al gran misionero navarro, cuyo corazón ardía en deseos de llevar el fuego de Cristo hasta los más remotos rincones del ancho mundo. El 3 de diciembre de 1552 Javier había muerto, aparentemente solo y abandonado, a las puertas de China. Setenta años después su nombre era inscrito en el catálogo de los santos en una jornada memorable que, más que ratificar la hegemonía política hispana, canonizaba idealmente en la persona de sus protagonistas el éxito de la reforma de la Iglesia Católica.
P.D. A última hora fue incorporado Felipe Neri para que no fuera una canonización exclusivamente española.