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Malos tiempos para la no-proliferación

5 de diciembre de 2024

Publicado en

Alfa y Omega

Salvador Sánchez Tapia |

Profesor de Relaciones Internacionales

1945 cambió para siempre el rostro de la guerra. El lanzamiento de las dos primeras bombas atómicas elevó la capacidad de destrucción del ser humano a una nueva dimensión; aunque siempre había sido cuasi-ilimitada, ahora, gracias al dominio del átomo, lo que antes requería tiempo y persistencia podía lograrse en apenas un segundo, como tan cruelmente se demostró en Japón.

La eficacia demostrada por la bomba atómica norteamericana suscitó en otros actores el deseo de adquirir una capacidad nuclear propia, iniciando una carrera entre ellos, no tanto por el afán de destruir a sus enemigos sino, más bien, para persuadirles del alto coste que deberían pagar si decidieran agredirles. Fue así como nacieron los conceptos de proliferación y disuasión nuclear.

Conscientes de la posibilidad de que la irracionalidad, el error o, incluso, la maldad humana pudieran derivar en la aniquilación, Estados Unidos y la URSS tejieron una red que culminó al cabo de la Guerra Fría en una pléyade de tratados que trataba de reducir tal posibilidad. El clima de cooperación que sucedió al enfrentamiento entre las dos superpotencias abrió la esperanza a un mundo sin armas nucleares. Sin embargo, ese ambiente mudó progresivamente, al filo del siglo XXI, en uno de confrontación que ha acabado por desmantelar, casi por completo, el régimen de control de armamento nuclear para dar paso a un escenario en el que se dibujan los contornos de una nueva carrera aún más compleja que la anterior.

La inestabilidad reinante actualmente incentiva que numerosos actores, por razones de seguridad, ambición, o prestigio aspiren a reforzar su poder dotándose de armas atómicas, incluso frente a la oposición internacional. Esa tendencia a la proliferación se manifiesta en dos dimensiones: una horizontal, que ensancha el número de países en posesión de armas atómicas, y otra vertical por la que, los que ya las tienen, refuerzan sus arsenales.

Irán es el paradigma de la primera dimensión. Por diversas razones, el país intenta desde hace años, aunque lo niegue, dotarse de una bomba atómica. La presión internacional en forma de sanciones económicas forzó a Teherán a suscribir en 2015 el “Plan de Acción Integral Conjunto” (JCPOA) por el que, a cambio del levantamiento de las sanciones, aceptaba límites a su programa nuclear, y un régimen de inspecciones más severo. El plan fue denunciado en 2018 por el presidente Trump y, desde entonces, Irán ha enriquecido y almacenado uranio por encima de los límites acordados hasta haber alcanzado un umbral a partir del cual podría construir una bomba fácilmente.

No es Irán el único caso de estado proliferador. En la misma región, las maniobras iraníes inquietan a otras potencias como Arabia Saudita, rival directo del régimen chií, que acaricia la posibilidad de avanzar hacia una capacidad nuclear autóctona. Elocuentemente, antes de la masacre de octubre de 2023 en Israel, el régimen saudita había solicitado a Estados Unidos apoyo para dotarse de un programa nuclear pacífico como una de las contrapartidas a su eventual adhesión a los Acuerdos de Abraham. Mientras, en Asia, el poder nuclear de China y Corea del Norte, y la mayor incertidumbre sobre el compromiso de Estados Unidos con su seguridad, lleva a Corea del Sur a plantearse la conveniencia de convertirse en potencia nuclear. Y, aunque no lo haya hecho aún, la proliferación podría contagiarse a Europa ante la agresividad rusa, si el continente percibe como insuficientemente creíble la disuasión nuclear que proporciona Estados Unidos a sus aliados de la OTAN.

En la dimensión vertical, China hace esfuerzos por dotarse de una capacidad de segundo ataque aumentando el número de cabezas nucleares de su arsenal, y a través del desarrollo de una “tríada” de medios móviles que mejore la supervivencia del mismo. Rusia y Estados Unidos, por su parte, están procediendo a modernizar sus capacidades para posicionarse en el mundo multipolar que parece perfilarse.

Pocos frenos se oponen a este proceso. Quizás el más sólido sea el del Tratado de No Proliferación (TNP) de 1968 que, pese a sus limitaciones, ha constituido un dique de contención a la proliferación. Hoy, sin embargo, la falta de voluntad política, el clima de inseguridad, el hecho de que algunos países poseedores de armas atómicas no lo hayan firmado o se hayan retirado del mismo, y la realidad de la promesa incumplida de avanzar hacia un mundo sin armas nucleares, ha minado su credibilidad y hace temer su fracaso. El New-START, firmado por Rusia y Estados Unidos en 2010 para continuar reduciendo sus respectivos arsenales, es difícil que sobreviva más allá de 2026. Por último, el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (TPAN) promovido por la Asamblea General de la ONU, y en vigor desde 2021, poco realista y lejos de la adhesión universal, no parece que vaya a ser el instrumento que libre al planeta de las armas atómicas, por mucho que su capacidad para crear una norma internacional en contra de su posesión no deba ser menospreciada.

El deteriorado entorno internacional constituye un caldo de cultivo idóneo para una nueva carrera que vuelva a acercar a la Humanidad al precipicio de su autodestrucción. Como ya se hizo antaño, urge articular de nuevo un procedimiento de gestión de crisis, adaptado a la realidad geoestratégica actual, que impida que tal posibilidad se materialice.