10/06/2024
Publicado en
Diario de Navarra
Ana Zabalza |
Profesora de Historia Moderna
Agustín de Sesma y Sierra y el esplendor de la Ribera del Ebro en el siglo XVIII
Una de las mayores sorpresas de la trayectoria del reino de Navarra en el pasado quizá la constituya la merindad de Tudela, no tan bien conocida como merecería. Su historia durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y hasta 1841, quedó marcada por el hecho de que, después de la conquista castellana de 1512, las aduanas del reino no coincidían con la frontera política, sino que permanecieron en el río Ebro. Durante estos siglos los productos franceses o que entraban desde Francia ingresaban en Navarra sin pagar apenas aranceles; en cambio, para reexportarlos a Castilla o a Aragón sí debían abonarse, aunque la cuantía del impuesto dependía de si el exportador era o no navarro: en caso de serlo, las condiciones fiscales eran mucho más beneficiosas; algo similar sucedía con las importaciones. Esta circunstancia hizo del sur de Navarra un espacio privilegiado para el comercio, particularmente ventajoso para quienes disfrutaran de la condición de navarros —por nacimiento o naturalización—. Hoy, al evocar la idea de frontera, quizá nos limitamos a pensar en la pirenaica, que ciertamente existía. Pero desde el punto de vista social y económico no tuvo menos importancia la del Ebro, que separaba —sin apenas barreras físicas— Navarra de los dos reinos vecinos, Castilla (de la que formaba parte la Rioja) y Aragón.
Navarra es un territorio asimétrico, más poblado y próspero en su mitad occidental que en la oriental. Esta asimetría se percibe bien en la merindad de Tudela, pues la fronteriza con la Rioja destacó por la pujanza de sus ciudades, más numerosas pues buena parte del límite con Aragón lo ocupan las Bardenas Reales. El dinamismo económico y comercial de estas villas y ciudades atrajo población tanto de los reinos vecinos como de la propia Navarra: fueron muchas las familias procedentes de distintas comarcas del territorio que se establecieron en la Ribera. Algunos de estos emigrantes descendían de antiguos linajes montañeses, y continuaron manteniendo su casa solariega en el lugar de origen, pues era la fuente de su identidad y de sus derechos, pero vivieron de manera permanente en este activo espacio donde encontraron grandes oportunidades para los negocios, además de un entorno urbano acorde con sus aspiraciones, que permitía exhibir la riqueza ante sus iguales, tanto mediante la construcción de verdaderos palacios lujosamente decorados como patrocinando obras artísticas de todo tipo, sin olvidar bienes suntuarios como la ropa o las joyas. Algunos ejemplos de familias originarias del norte pero establecidas en el sur son los Marichalar, naturales de Lesaka y vecinos de Peralta, en la merindad de Olite, y los Zabaleta, uno de los grandes linajes medievales de la misma villa de Lesaka, afincados en Viana, en la merindad de Estella. En la de Tudela puede seguirse este mismo fenómeno.
No se puede olvidar a otro contingente muy numeroso: los bajonavarros. La Baja Navarra formaba parte del reino cuando fue conquistado por Fernando el Católico, quien incorporó todo el territorio a la corona de Castilla en 1515. Sin embargo, esta situación duró poco tiempo pues en torno a 1527 Carlos I, ante la imposibilidad de defender las tierras situadas al norte de los Pirineos, pobres en recursos, decidió abandonar ese espacio. No será hasta 1610 cuando finalmente Baja Navarra se incorpore al reino de Francia, después de años convulsos marcados por los conflictos religiosos. Sin embargo, las dos Navarras en muchos aspectos formaban una comunidad, de manera especial los valles de la mitad septentrional. Ambos compartían dos elementos: la lengua vasca y la religión católica, esenciales para lograr una rápida y completa integración en el territorio de llegada, y esta situación no cambió a pesar de los vaivenes de la política y el enfrentamiento que vivieron Francia y España a lo largo de los siglos XVI y XVII. Baja Navarra era un territorio pobre, escaso en recursos naturales y relativamente superpoblado. A lo largo de la Edad Moderna fue un vivero de emigrantes, sobre todo hombres jóvenes, casi niños, que de manera permanente atravesaban la barrera pirenaica para buscar un modo de ganarse la vida en la Alta Navarra. Fue un fenómeno continuo y silencioso; los recién llegados no formaron un grupo aparte sino que tendieron a diseminarse por todo el territorio de la Navarra peninsular, entrando a servir como mozos de labranza o pastores en casas campesinas, de las que en no pocos casos terminaron siendo los amos tras contraer matrimonio con la heredera: no hay duda de que las mujeres desempeñaron un importante papel en la plena asimilación de los nuevos navarros. Inicialmente, muchos de ellos sirvieron por temporadas en lugares próximos a su solar nativo, pero como es obvio el emigrante escapa de unas condiciones precarias y evita asentarse en entornos similares al de procedencia, donde escasean igualmente las oportunidades. Por ello, pronto los vamos a encontrar en localidades meridionales, a donde en ocasiones llegan después de varias generaciones de vida en la Alta Navarra.
Pero no todos eran pastores. Los hijos desheredados de palacios y casas hidalgas bajonavarras también buscaron oportunidades en la Navarra peninsular. Una de estas familias es la de los Loigorri, originarios de la casa de ese nombre en la localidad bajonavarra de Lasa. Como era habitual en la región, el patrimonio lo heredaba uno solo de los hijos; en 1680, un hijo desheredado, Juan, se casó en la villa de Burguete con una mujer heredera de su casa. Un hijo de esta pareja, llamado Gracián de Loigorri, continuará el desplazamiento hacia el sur pues en 1716 contrajo matrimonio en Cintruénigo con doña Josefa Virto y Casado, miembro de una familia bien posicionada en la villa; en la segunda mitad del XVIII Loigorri era uno de los principales exportadores de lana de la Ribera, como demostró Ana Azcona. Ya en plena madurez, en 1756, don Gracián y su esposa obtuvieron el reconocimiento como hidalgos. Es un ejemplo entre muchos.
Llegados a la Ribera del Ebro, pronto los complicados apellidos de muchos de estos nuevos vecinos serán simplificados para acercarlos a la pronunciación de palabras mejor conocidas; así, en el melting pot de las poblaciones del Ebro los Imbuluzqueta se convierten en Iblusqueta; los Zay y Lorda en Zailorda; los Gorosabel en Guisabel; los ya citados Loigorri pierden su primer apellido, Echapare, y un largo etcétera. En ciudades como Corella y Cintruénigo se concentran familias procedentes de muy diversos lugares de la Navarra peninsular, de lo que dan fe sus apellidos: Aibar, Anchorena, Artázcoz, Asiáin, Bertizberea, Bonel, Celigueta, Galarreta, Garisoáin, Goñi, Gorráiz, Ichaso, Imbuluzqueta, Iriarte, Izal, Larumbe, Lizaso, Luna, Navascués, Olóndriz, Ruiz de Murillo, Sada, Sagaseta, Sanz, etc. El origen bajonavarro puede rastrearse en los ya citados Loigorri, Armendáriz, Chivite y Lacarra. No faltan los franceses, procedentes de territorios distintos de la Baja Navarra, como Bernardo de Monlaur, bearnés que se estableció en Corella y obtuvo la naturaleza de navarro en 1717. De Aragón procedían los Virto; de Álava los Miñano; de Castilla, los Ágreda, Arévalo, Barea, Cervera, Escudero, Igea, Laínez, Sáenz de Heredia, Ursúa (de origen baztanés pero llegados de la vecina Alfaro).
Corella: el esplendor de una ciudad barroca
Corella despertó una notable atracción debido a su privilegiado emplazamiento. En 1630, Felipe IV, siempre necesitado de recursos para mantener a sus ejércitos desplegados en distintos frentes, había otorgado a esta villa el título de ciudad tras haber socorrido a la Real Hacienda con el desembolso de 26.500 ducados de plata doble y una renta de 3.500 ducados, como ha escrito Pilar Andueza. Los años de mayor prosperidad tardarían todavía en llegar, pues como en otros lugares de la Monarquía en el XVII se sucedieron epidemias y malas cosechas. Pero en torno a 1640 hay indicios de crecimiento: la vieja parroquia de San Miguel se ha quedado pequeña y en 1643 se inician los trámites para una ambiciosa reforma; además se reedifica la de Nuestra Señora del Rosario. No tardó en experimentarse una verdadera fiebre constructiva: era preciso edificar casas para todos estos nuevos vecinos, pero además en no pocos casos se trataba de viviendas de calidad, acordes con el nivel social y económico de unos mercaderes y hombres de negocios enriquecidos por el activo tráfico comercial.
La pujanza de la merindad de Tudela, y en particular el valle del Alhama —integrado por Corella, Cintruénigo y Fitero— quedó de manifiesto cuando, entre octubre y diciembre de 1695, las Cortes de Navarra se reunieron por primera y única vez en Corella. Puesto que los procuradores se alojaron en la ciudad durante esos tres meses, cabe pensar que para entonces la ciudad disponía de casas acordes a la condición de los representantes de los tres estados, en particular de los nobles. En el curso de esta asamblea un pequeño pero significativo detalle es que, cuando se fue a gratificar a quienes habían revisado las cuentas presentadas por el depositario, se les pagó con “sendas arrobas de cacao”. Corella había entrado en las rutas del comercio internacional.
Agustín de Sesma en la “hora navarra” del XVIII
En la segunda mitad del siglo XVII la dinámica Corella ofrecía el entorno adecuado para que se desarrollaran trayectorias como las de Agustín de Sesma y Sierra (1664-1738), ejemplo destacado pero no único de lo que podía obtenerse de estas circunstancias cuando eran bien aprovechadas. Oriundo por vía paterna de Cintruénigo, su familia materna procedía de Soria, tierra con la que las relaciones eran intensas pues una de las principales actividades de la ciudad era el comercio de lana fina que, comprada en Castilla, era enviada a los mercados del norte de Europa a través del puerto de Bayona. Ya en la generación anterior el padre de Agustín y sus tíos habían compaginado el comercio con el arrendamiento de rentas como el tabaco y la pólvora, dando muestras de un espíritu emprendedor que sin duda transmitieron a Agustín. Quizá su padre, Gaudioso de Sesma, proyectó concentrar la herencia en este hijo, pues todos los hermanos de Agustín siguieron la carrera eclesiástica. Si fue así, debió de recibir un buen patrimonio, pero con su trabajo conseguiría acrecentarlo de manera muy significativa; para ello se sirvió tanto de sus buenas cualidades como de lo que se ha llamado capital relacional: sus contactos con personas muy bien situadas, que proyectaron sus negocios a una nueva escala. De entre estos contactos cabe destacar el que mantuvo con otro navarro, el baztanés Juan de Goyeneche. Se llevaban ocho años, pues Goyeneche había nacido en 1656; su biografía es bien conocida: prosperó en los negocios en el Madrid de Carlos II, amasando una fortuna y empleando a su servicio a parientes y vecinos. No se sabe en qué momento entró en contacto con Sesma, pero no hay duda de que la guerra de Sucesión iniciada en 1701 significó una oportunidad única que supieron aprovechar. Leales a Felipe V, quien había sido ya proclamado rey, frente a su adversario, el archiduque Carlos, sostuvieron al monarca Borbón a lo largo de una prolongada contienda para la que se necesitaba ante todo dinero para pagar y proveer a las tropas. Varios datos nos permiten deducir que en los primeros años del XVIII Sesma destacaba por su posición y fortuna: casado en 1691 con Josefa Escudero Ruiz de Murillo, hija de una destacada familia de la ciudad, en 1705 fundó junto con ella un mayorazgo, “hallándonos favorecidos de la Majestad divina con diferentes bienes, así adquiridos por herencias y mandas de nuestros padres y señores como gananciales durante nuestro matrimonio”, a fin de conservar el lustre de sus armas y apellidos. Al probar la nobleza de sus cuatro apellidos abrían la puerta a sus hijos para ingresar en instituciones que exigían este requisito. De esas fechas data la construcción del espléndido edificio conocido hoy en Corella como Casa de las Cadenas, un verdadero palacio valorado en 8.000 ducados. La prueba definitiva de que Sesma se movía en el círculo de Goyeneche es que en 1710 casó a la mayor de sus hijas, Isabel, que apenas tenía 14 años, con José Antonio Flon y Zurbarán, hijo de Bartolomé Flon, hombre de negocios de origen flamenco que fue, junto con Goyeneche, seguramente el principal financiero que apoyó la causa de Felipe V. Al año siguiente, en 1711, el mismo monarca vivió varios meses en Corella, en la casa recién construida por Sesma, la mejor de la ciudad. Felipe V acudió a la ciudad acompañado por su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, quien se encontraba enferma; al parecer, alguien de su entorno había aconsejado al rey los aires de la ciudad del Alhama y los productos de su huerta como beneficiosos para sanar a María Luisa: quizá fuera el propio Goyeneche. Lo cierto es que la familia real se estableció durante varios meses en Corella, acompañados por la corte. Fue por esta circunstancia por la que el palacio de los Sesma se vio adornado por una cadena que le da nombre y recuerda la estancia regia.
Agustín de Sesma y Josefa Escudero fueron padres de una familia muy numerosa: nueve de sus hijos llegaron a edad adulta, seis hombres y tres mujeres. Dada la amplitud de los negocios que con toda puntualidad llevaba desde sus oficinas y que le conectaban con distintas plazas europeas y americanas, Sesma formó en ellas a cuatro de sus hijos varones, Agustín, José, Felipe y Luis. El segundo, Zenón Bernardo, estudió Cánones y Leyes en la Universidad de Valladolid, quizá con el propósito de que siguiera carrera eclesiástica, pero tras su formación pasó al servicio de la reina Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II, quien había apoyado al archiduque Carlos en la guerra de Sucesión y, tras la victoria borbónica, hubo de afincarse en Bayona. Este dato apunta de nuevo a la proximidad a Goyeneche, pues el baztanés era tesorero de la reina viuda. El asentamiento en Bayona resultó muy favorable para los intereses de Goyeneche y sus socios, pues pudieron compaginar el servicio a Mariana con sus actividades comerciales, ya que como hemos visto por el puerto de esa ciudad francesa entraban y salían las mercancías con las que comerciaban los navarros. Zenón de Sesma acompañó a Mariana de Neoburgo cuando finalmente pudo regresar a España, en 1739, poco antes de su muerte. Al producirse esta, Zenón entró al servicio del infante don Felipe, hijo de Felipe V, a quien acompañó durante varios años en Italia.
Un aspecto destacable de la familia Sesma es su relación con la Armada: llama la atención la dedicación al mar de varios descendientes de Agustín de Sesma, pues no cabría esperarlo de quien procede de una ciudad de interior. Quizá la clave de esta vinculación radica en que el valle del Alhama está bien dotado para el cultivo de un producto estratégico para la Armada: el cáñamo. Debe tenerse en cuenta que aproximadamente el 20% del peso de un barco de guerra del XVIII era cáñamo: velas y cuerdas, e incluso las mechas de las armas, estaban fabricadas con este producto, que ofrecía unas cualidades inigualables en el mar. La producción hispana fue siempre escasa, porque la planta ocupaba tierras que podían dedicarse a otros cultivos muy rentables, mientras que la única interesada en comprar cáñamo era la Corona, mala pagadora. El cultivo tenía que ser subvencionado, pero incluso así fue siempre insuficiente. Cabe pensar que los Sesma entraron en contacto con la Armada en calidad de proveedores de cáñamo; lo cierto es que entre 1730 y los primeros años del XIX once hijos, nietos y bisnietos de Agustín de Sesma fueron cadetes en la Real Academia de Guardias Marinas de Cádiz; algunos destacaron de manera especial, como Baltasar de Sesma y Zailorda, nieto de Agustín, que llegó a ser jefe de escuadra en 1794. El ciclo bélico iniciado con la guerra contra la Convención y el desastre de Trafalgar terminarían con estas carreras.