Miguel A. Alonso del Val, Catedrático de Proyectos de la Escuela de Arquitectura , Universidad de Navarra
Tiempo al tiempo
Por fin, la profesión, a través del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España, ha reconocido la importancia de la figura y la obra de Javier Carvajal al concederle la Medalla de Oro de la Arquitectura. Un galardón merecido y largamente debido que la delicada salud de ese gran arquitecto no le permitirá disfrutar sino a través de sus muchos amigos y discípulos.
Muy a su pesar, Javier Carvajal Ferrer (Barcelona, 1926) suele ser recordado como el autor, en los primeros setenta, de un plan de reforma docente adelantado a su tiempo, que fue rechazado por unos estamentos universitarios más preocupados por otras cuestiones; o como el director comisario de la escuela de su ciudad natal, lo que le generó enemistades irreconciliables entre quienes, pocos años antes, habían contado con él para tender puentes de modernidad entre Madrid y Barcelona; o como un ejemplo del desastre urbanístico del franquismo gracias a la manipulación fotográfica de la Torre de Valencia, un gran edificio cuya presencia lejana tras la Puerta de Alcalá sirvió de excusa para una burda maniobra política que hoy nadie repetiría, por ejemplo, con la Torre Agbar como fondo de la Sagrada Familia.
Para su desgracia, pero por fortuna para Pamplona y contrariamente a lo que se presagiaba por su vinculación con el futuro monarca, el inicio de la transición política le supuso un exilio interior que, más allá de compromisos y decisiones equivocadas, se transformó en silencio. Un silencio motivado por razones tan confusas como las que, casi al mismo tiempo, propiciaron la recuperación de grandes arquitectos de su generación o anteriores que provenían de posiciones políticas más totalitarias o que habían tenido mayor apoyo del régimen anterior.
Y digo fortuna para esta ciudad porque, en un momento de revisión crítica de la arquitectura moderna, Javier Carvajal vino a enseñar Arquitectura como a él siempre le gustó: con mayúsculas, fuera de las contingencias personales y haciendo gala de una pasión y una perseverancia únicas. Un hecho que la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra nunca le podrá agradecer suficientemente, aunque siempre nos quedará la presencia rotunda del damero excavado de su elegante Biblioteca General presidiendo el campus de Pamplona. Javier Carvajal supuso para esta Escuela un importante impulso renovador, una vez superados los años de fundación. Él no ha sido el único referente, ni su personalidad ha dejado de ser polémica, pero en gran medida él ha sido y es el maestro de toda una generación de arquitectos y profesores que han creado un nuevo paisaje para la arquitectura navarra y que ya es reconocido fuera de nuestras fronteras. Carvajal transformó el pragmatismo docente en una aventura diaria y la enseñanza de la arquitectura en una opción personal que sólo merece la pena ser vivida apasionadamente, con la coherencia del que piensa y obra sin dobles lenguajes, del que se esfuerza por la arquitectura sin hacer de ella un medio para el lucro o la fama.
Si la dedicación a sus alumnos es el primer regalo que Javier Carvajal nos hizo, el segundo y no menor es su ejemplar obra. Basta contemplar cuánto podemos y debemos aprender de esa primera arquitectura de los años 50 que, empeñada en modernizar España, incorporó la arquitectura moderna al movimiento que con pintores, escultores, escritores o cineastas abrió el panorama de postguerra a la verdadera transformación moderna de España. Una renovación que, curiosamente y como ha señalado Rafael Moneo, coincidió en su propuesta con la revisión crítica de la propia modernidad, creando una generación de obras difícilmente equiparable en Europa.
Contemplar la Escuela de Altos Estudios Mercantiles de Barcelona o el Panteón de los Españoles de Roma no es menos emocionante que descubrir la meditación sobre la arquitectura moderna que se contiene en la incorporación de valores tradicionales de nuestra arquitectura dentro del Pabellón de Nueva York o de sus casas de Somosaguas. Y qué decir de la compleja fuerza expresiva y la exigente pulcritud constructiva que la caracterizan, y que han emocionado a arquitectos tan dispares como Peter Eisenmann o Tadao Ando, en obras madrileñas como la ya mencionada Torre de Valencia, o Montesquinza, o el Zoo, o la Adriática, o el Banco Industrial de León, o la casa Sobrino, cuya hermana en Ondarreta ha sido bárbaramente derruida como antes ocurrió con la tienda Loewe en Serrano. Unas obras que, por sí solas, merecerían presentarle como una de las más grandes figuras de la arquitectura española pero al que se le sigue negando, con cicatería extrema, un reconocimiento merecido que le sitúe finalmente entre los arquitectos más destacados de un país para el que obtuvo, en una fulgurante carrera inicial, la Medalla de Oro en la XI Trienal de Milán (1957), el Premio de Arquitectura de la AI A. en Nueva York (1964) o el Premio Schumacher a la mejor arquitectura de Europa (1968).
Mientras tanto, sirva esta Medalla de Oro como ocasión y testimonio de agradecimiento para quien ha dejado, en la arquitectura de nuestro entorno, mucho más que la huella de 20 años de docencia y entrega vital, tras la que el paso del tiempo reafirma, cada día con más certidumbre, la riqueza de su pensamiento como intuición de futuro, las claves de un magisterio universal y el valor ejemplar de su obra construida. Finalmente, está será su gran victoria, tiempo al tiempo.