Jose Benigno Freire., Profesor de la Facultad de Teología y de la Facultad de Educación y Psicología
Amistad covid
Muy posiblemente el confinamiento ayudó a descubrir o, mejor dicho, redescubrir la amistad. En términos muy generales, y en el mejor de los casos, en esas semanas el psiquismo se cubrió de una mixtura de incertidumbre, miedo y tristeza que despertaba nostalgias y necesidad de cariño, de amistad. Añoramos, con cierta ansiedad, la cercanía de las personas queridas.
La desescalada permitió recuperar y disfrutar situaciones de la vida ordinaria que seguramente, en la normalidad, vivíamos con una naturalidad aturdida: visitar a los abuelos, charlas con amigos, comidas familiares, amigables encuentros fortuitos… No es que engordara el cariño, es que saboreábamos más los momentos. Ocurrió algo similar al efecto de esas bombillas que gradúan la luminosidad: la estancia luce más o menos según la intensidad de la luz. Pues bien, en aquellos días encendimos al máximo la afectividad y la ilusión del reencuentro. Se cumplió aquel aforismo de Heráclito: «La enfermedad hizo buena y amable la salud». Sencillamente, disfrutábamos lo habitual, un disfrute que en tiempos de bonanza posiblemente pasaba inadvertido.
Y durante semanas saboreamos con placidez aquellos deseados encuentros. La conversación fluía casi a borbotones y asomaban recuerdos, anhelos, desánimos… El tiempo volaba y se estaba muy ¡requetebién! Por eso un autor definió la amistad como un suave dejarse estar en compañía del amigo.
Además de ese bienestar emocional también se suavizaba y refrescaba la intimidad. Apetecían las conversaciones cordiales y expansivas para dar cauce a los cansancios, ansiedades, alegrías… ¡Qué descanso interior en medio de aquellas turbulencias! Un antiguo filósofo explicaba plásticamente los beneficiosos efectos de las conversaciones entre amigos. Decía:
Producen un alivio subjetivo, pues al contar las penas parece que se descarga parte del peso en el amigo, y esa sensación aligera la pesadumbre. Pero también provoca un alivio objetivo, real, pues nos sentimos comprendidos, queridos, y el saberse querido mitiga la tristeza y acaricia el corazón. Amistad en estado puro.
Y a la inversa sucede lo mismo: ¡la empatía!, la complicidad afectiva con los sentimientos del otro; cuando compartimos sus alegrías y sinsabores, desánimos, bríos… En las circunstancias actuales, se concretaría, al menos, en intentar apaciguar el cansancio y el desaliento de la fatiga pandémica. Nos imbricamos casi sin esfuerzo en una empatía que calma y agrada, a los otros y a nosotros. Y predispone, sincera y prontamente, a hacer favores, ayudar, escuchar, acompañar: ventajas sobreañadidas de la amistad.
Pero también hicimos descubrimientos. Descubrimos que vecinos y gentes a las que dedicábamos un simple trato cortés eran serviciales, generosos, amables…; y algunas personas que aparentaban grises resultaron audaces, casi heroicas. Es decir, descubrimos que a nuestro alrededor hay más gente buena de la que pensábamos. Además, y con cierta sorpresa, compartimos miedos, privaciones, apuros, necesidades, con alguna persona de esas que tan feamente calificamos como tóxicas. En conclusión, descubrimos que podíamos relacionarnos con naturalidad con ellas, aunque no congeniáramos en todo. Ampliamos el radio de las amistades posibles.
¿Tal vez se me objete que idealizo demasiado la situación? Quizás… ¡sí! O expresado con precisión, solo dibujo el perfil bueno de la cuestión. Por supuesto, ese cóctel de emociones de tono tristón, en ocasiones, desequilibró el carácter, que se volvió irritable y más quisquilloso de lo habitual. Por ello, en las relaciones familiares o sociales, posiblemente, voló alguna contestación desabrida, alguna palabra o gesto agrío, miradas hoscas… En definitiva, menudencias comprensibles en tal estado de nerviosismo; pequeñeces que se desvanecen enseguida, y que únicamente incomodan si se suman.
Tal vez, alguien, quebrado por el dolor o el sufrimiento, o ante la impotencia frente a la adversidad, respondió con resentimiento y un silencioso amargor, que se reflejaba en una conversación ácida y un comportamiento algo hostil. Son situaciones disculpables y entendibles dadas las circunstancias. Necesitan tiempo para destilar el acíbar y recobrar la esperanza. Por lo tanto, merecen nuestra comprensión. Una fantasía más del caleidoscopio de la amistad.
Y una última consideración. Repetiré un comentario mustio que escuché días atrás: en la crisis económica nos conjuramos para no repetir torpezas pasadas; pues bien, no solo repetimos sino que ¡hemos vuelto a las andadas! ¿Sucederá ahora lo mismo con este reverdecer de la amistad? Previsiblemente… ¡sí! Cuando regresemos a la normalidad disminuirá, perezosamente, la intensidad de esos regustos emocionales por el simple moho del acostumbramiento. ¡Bien!: una vuelta más del carrusel sentimental. Pero supondría un grueso error perder esa honda y humana necesidad de dar y recibir cariño, tan evidente en estos tiempos excepcionales (independientemente de sus satélites afectivos). No permitamos que el individualismo galopante de la sociedad actual nos hechice con los fatuos brillos del vivir en nuestro caparazón. Quizá sirva de refuerzo, como acicate que aguijonea, aquel pensamiento de Machado: ¡Poned atención: un corazón solitario no es un corazón!