10/12/2021
Publicado en
Diario de Navarra
Juan Cianciardo |
Director del Máster de Derechos Humanos y del Programa de Protección Internacional de Derechos Humanos de la Universidad de Navarra
Se cumplen hoy 73 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, punto de partida del Estado constitucional, expresión que sintetiza un proceso que pretende “tomarse en serio” los derechos. Hasta el 10 de diciembre de 1948 habían sido objeto de un discurso político, moral e incluso religioso, pero apenas existía la posibilidad de invocar la violación de un derecho humano ante un tribunal. La apertura de esa vía, primero de modo tímido y luego vigoroso, el surgimiento de una cultura de derechos, está rodeada de dificultades: las respuestas a qué son los derechos, cuáles son, cómo se interpretan, por qué esos derechos y cómo se protegen (concepto, catálogo, interpretación, fundamento y protección) han ido variando sincrónica y diacrónicamente, son objeto de una discusión que no tiene fin. De ellas depende la solución que se dé a problemas tan divisivos como los que plantea la inmigración ilegal (y la legal), el aborto, la eutanasia, el acceso a la vivienda, los límites de lo que en nombre de una cultura o de una religión se puede imponer a quienes viven en ella o la practican, respectivamente, etc.
La aspiración noble que late tras la cultura de derechos —asegurar la dignidad frente a posibles abusos por parte de quien tiene el poder— descansa sobre dos pretensiones implícitas: la de una cierta objetividad moral y la del cognitivismo. Los derechos sólo funcionan si existe una dignidad común y si podemos conocer cómo se fundamenta y cuáles son sus rasgos centrales. Las dos pretensiones son de difícil digestión para las sociedades globales, en las que parece haber poco espacio para realidades no fluidas.
A esta dificultad general se suma, por latitudes y niveles de ingreso, el incremento de problemas antiguos que reaparecen con nuevos bríos: en el mundo subdesarrollado, la desigualdad en la distribución alcanza cotas que impiden la vigencia de los derechos económicos, sociales y culturales, lo que a su vez torna inviable la vigencia de los derechos civiles y políticos (el derecho al voto no adquiere su sentido más pleno si no es sobre la base de la alimentación, la educación, etc.); en el mundo en desarrollo, la destrucción del Estado de Derecho por parte del populismo frustra el surgimiento del Estado constitucional, del que es plataforma (con leyes que nadie entiende, cambian continuamente o no se aplican a los poderosos, hablar de derechos pierde una parte de su sentido); en el mundo desarrollado, la exaltación de la autonomía como rasgo antropológico central acaba, entre otras cosas, en un invierno demográfico, en vidas que se conforman con la justicia entendida como igualdad formal, ante la ley, y no en la aplicación de la ley; en sociedades de solitarios que no conocen la solidaridad (cuando lo que rige es la insolidaridad, discursos como el que se intenta construir a favor del medio ambiente no parecen ser de sencillo encaje).
Como contrapartida, los derechos, definidos por Nino como “uno de los grandes inventos de la civilización”, han sido una herramienta importante para combatir la crisis sanitaria, económica y social generada por la Covid 19. Orientaron la acción estatal, internacional y ciudadana para que los medios empleados con ese fin fueran adecuados (idóneos), necesarios (o indispensables) y proporcionados, y no se convirtieran en mera excusa para el abuso de poder. En casos límite como este, el contacto con lo inhumano, generado por una crisis profunda, permite entrever de modo colectivo las características de lo humano. Puede ser esta tal vez una oportunidad para encontrar luces que sirvan en pos de la realización, por momentos utópica, de una cultura de derechos.