11/01/2022
Publicado en
Diario de Navarra
Gerardo Castillo Ceballos |
Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Mediocre significa “de calidad media y de poco mérito” (RAE). Alain Deneault es el autor de Mediocracia, un ensayo donde avisa de la revolución anestésica que está llevando al poder a los mediocres. Ser mediocre es encarnar el promedio, ajustarse a un estándar social.
Para mandar hoy en alguna parcela de la vida política basta con ser sumiso a la ideología del partido dominante, estar callado y no dejar de aplaudir a sus líderes hasta que duelan las manos. El jurista Antonio Fuentes sostiene que “la democracia se ha convertido en el desgobierno de los mediocres. Es un mal endémico de nuestra política permitir que grandes ignorantes decidan las más importantes cuestiones. Lo que sería inviable en una empresa, se torna norma corriente en nuestros gobiernos, designando para materias complejas a los que ningún mérito académico tienen, a los que nulas experiencias acreditan, a los que por su juventud en algunos casos o por mil motivos distintos, jamás podrían ser los mejores”.
El filósofo Emilio Lledó afirma que “es terrible que un ignorante con poder político y repleto de ignorancia determine nuestras vidas. La ignorancia individual es inocente, pero un ignorante con poder es catastrófico para una sociedad. Desgraciadamente, está a la orden del día de nuestra política”.
Las personas inteligentes, competentes e instruidas tienen dudas (un síntoma de la búsqueda de la verdad con rigor crítico) mientras que las mediocres e ignorantes están llenas de certezas. La certeza es una convicción subjetiva que no siempre se corresponde con la verdad. Esta última es concordancia de lo que se piensa con la realidad. Quien confunde habitualmente la certeza con la verdad denota ignorancia y escasa capacidad de discernimiento.
Hay ignorancias diferentes: inocentes, culpables y contumaces o insalvables. Los ignorantes sin culpa son los que nunca tuvieron una oportunidad para aprender. Los contumaces son los que se mantienen porfiadamente en el error, porque ignoran que son ignorantes.
Algunos grandes pensadores del mundo antiguo, siendo conscientes del peligro de ser dirigidos por incapaces, proponían la república aristocrática como el mejor sistema de gobierno, que sería liderado por una élite intelectual, diferenciándose así del vulgo y de la masa inculta. A este sistema, defendido por Platón en La República, se le llamó sofocracia o gobierno de los sabios, en oposición al gobierno de los necios.
Es un hecho que la ignorancia es muy atrevida, lo que la hace más peligrosa. La teoría de “la osadía de la ignorancia” se conoce como “Efecto Dunning-Kruger”, que fue descrito por los psicólogos David Dunning y Justin Kruger en 1999, lo que les hizo merecedores, a ambos, del Premio Nobel de Psicología en 2000. Según dicha teoría, los ignorantes son incapaces de reconocer su extrema insuficiencia, tienden a creer que son mejores de lo que son y, además, no reconocen la sabiduría de otros. Como ellos mismos creen que ejercen su trabajo de forma óptima no pueden darse cuenta de que existen mejores formas de hacerlo. La sofocracia es equivalente a la actual noocracia, que está considerada como un sistema social y político basado en la prioridad de la mente humana. En 1987, el sociólogo Benjamín Oltra definió la noocracia como “una nueva clase conformada por los que dominan la inteligencia o la razón ideológica, cosmológica, expresiva, científica, técnica, la imagen cinética y el diseño, como una fuerza productiva y un nuevo poder en los sistemas sociales capitalistas y colectivistas avanzados”.
Las personas que tienen disminuida la capacidad metacognitiva para el autoconocimiento, si obtienen poder político dan lugar a la oclocracia o gobierno de la masa, que es una de las formas de degeneración de la democracia. Una viñeta cómica de Ramón lo expresa así:
-¡O nosotros o el caos!
-¡El caos, el caos!
-Es igual, también somos nosotros.
Los dirigentes políticos si son patriotas deberían promocionar a los más capacitados para cada función, sin sustituirlos por quienes simplemente comulgan con su ideología. Poniendo en primer plano el mérito y la ejemplaridad contribuirían a la regeneración de la política.
También sería necesaria una nueva praxis política que profundice en la democratización, fomentando una mayor y más directa participación de los ciudadanos en las decisiones que más les afectan. Esto requiere dejar de votar a unas siglas para hacerlo a candidatos concretos, con nombre y apellidos.