Alejandro Navas, Profesor de la Facultad de Comunicación
Thomas Milner contra el capitalismo
El autor entiende que no se podía ignorar por más tiempo el clamor de la calle, así que el Parlamento Europeo y la presidencia de la Unión han acordado limitar el pago de esos controvertidos bonos a los banqueros
Pocas veces un referéndum suizo ha provocado tanta pasión como el celebrado el 3 de marzo sobre la "Iniciativa Milner". El pequeño empresario Thomas Milner lanzó su propuesta hace justamente cinco años. El lema escogido, "Contra la estafa", anunciaba una intención polémica: se trataba de limitar la remuneración -sueldos y bonos de los directivos de las empresas que cotizan en bolsa. Ya está bien de escandalosas gratificaciones multimillonarias, venía a decir. Las organizaciones empresariales y buena parte de la clase política se movilizaron contra él: su cruzada constituía una amenaza para la competitividad de las empresas, que perderían a los mejores ejecutivos. Su previsible éxodo pondría en peligro el santuario capitalista que es Suiza. Importantes medios de comunicación, aliados con el establishment político y económico, se encargaron de criticar la iniciativa de Milner con todo tipo de argumentos. Pero el pueblo no se dejó engañar y su decisión fue inequívoca: el 68% de los votantes apoyó su propuesta. Votó el 46% del electorado, una de las cifras más altas de la historia (solo superada recientemente por la votación sobre los minaretes). Ya han pasado unos días y no hay rastro de apocalipsis: la vida sigue su curso con regularidad suiza.
Como es típico de la democracia helvética, los derrotados han aceptado deportivamente el veredicto de las urnas. En palabras de Pascal Gentinetta, portavoz de la patronal suiza, ¿ahora se trata de garantizar una implementación apropiada de esa iniciativa", para lo que ha ofrecido su ayuda constructiva.
El núcleo de la propuesta de Milner vale para todos los países: dar a los accionistas -es decir, a los propietarios de las empresas el poder de decidir los salarios de los directivos. Urge poner coto a los desmanes de tantos ejecutivos, que han secuestrado de hecho la voluntad de los dueños. El problema también se dio en España, y hemos conocido tímidos intentos para implantar pautas de buen gobierno empresarial: el Código Olivencia (1998), el Código Aldama (2003) y el Código Unificado (2006). Se trata de códigos tan bienintencionados como inoperantes, por su carácter meramente voluntario. Las empresas no están obligadas a aplicarlos y no los cumplen: la experiencia española con la autorregulación deja i-. W mucho que desear.
El camino hacia el buen gobierno empresarial está siendo largo: el primer objetivo era conseguir averiguar lo que ganaban los directivos, pues esa partida quedaba con frecuencia enmascarada dentro de la cuenta de resultados. Ahora se nos vende como gran avance el que la junta general de accionistas pueda ratificar la propuesta de remuneración que le presenta la dirección. ¿Para cuándo la medida de que sean precisamente los accionistas los que decidan el sueldo de los directivos? ¿Dónde está el Milner español que imponga este cambio en la gestión empresarial? La batalla puede ser larga: en Suiza costó cinco años trabajosos llevar el asunto al Parlamento. Aquí pueden ser bastantes más, dada la inferior calidad de nuestra democracia (y el mayor grado de corrupción).
Los accionistas de las compañías que cotizan en bolsa no son hermanitas de la caridad. Han invertido su dinero en esas acciones y buscan la máxima rentabilidad. Por tanto, sabrán apreciar la capacidad de los buenos directivos y estarán dispuestos a pagarles un buen sueldo para evitar que se vayan a la competencia. ¿Por qué entonces tanto miedo a reconocer a los accionistas un derecho tan elemental? Es un sarcasmo que se nos venda como gran ejemplo de transparencia la publicación de los sueldos del management, algo a lo que las cúpulas de las empresas se han resistido durante muchos años.
Este debate muestra una de las debilidades del capitalismo financiero: el mercado bursátil permite el acceso al capital y dinamiza la actividad económica, pero impone a la vez una visión cortoplacista. Muchos inversores quieren beneficios ya, y en cuanto la gratificación de los ejecutivos se hace depender de la cotización bursátil, todo vale con tal de elevar esa cotización -y el bono propio-. Los Consejos de Administración, que teóricamente deberían supervisar la gestión de los directivos, con mucha frecuencia no cumplen su misión y, al cobrar sustanciosas dietas por asistir a sesiones de mero trámite, se convierten en cómplices.
La puntilla del escándalo es la práctica, tan difundida y tan perversa, de despedir con gratificaciones millonarias a directivos que llevan a sus empresas a la ruina. Por muy legales que sean, esos contratos blindados son una vergüenza. La opinión pública europea está que arde. No se podía ignorar por más tiempo el clamor de la calle, así que el Parlamento Europeo y la presidencia de la Unión han acordado limitar el pago de esos controvertidos bonos a los banqueros. La mejor de las regulaciones, penas de cárcel incluidas, no bastará para depurar el ambiente empresarial -esto será cosa de la suma de conductas individuales ejemplares-, pero algo ayudará.