11/09/2022
Publicado en
Diario de Navarra, El Diario Montañés y El Norte de Castilla
Pablo Pérez López |
Catedrático de Historia Contemporánea
Isabel II de Inglaterra ha sido un personaje doblemente real. Primero, porque ha sido regia, por oficio y desempeño. Segundo, porque ha conseguido mantenerse como realmente era, consistente, a pesar de vivir tiempos en que los personajes públicos han sido suplantados por su imagen a base de vivir para ella. Su coronación fue la primera televisada en la historia, pero ella no vivió para la televisión ni para los medios. Tuvo la suerte de poder permitírselo porque encarnaba una institución, la Corona, dotada de una estabilidad arraigada en la historia en un país amante de su historia y tradiciones.
Quizá por eso ha fascinado tanto a los medios, que le han prestado siempre atención, y también al mundo del audiovisual, que le ha dedicado obras memorables. Era tan real que había que recurrir a la ficción para tratar de entenderla. Y, con todo, ninguna de esas ficciones consiguió desviarla de su manera de ser y de entender su tarea.
Quizá por eso, por ser tan estable en tiempos de disolución, ha sido tan popular en ámbitos muy diversos. Por cierto, que la disolución política fue una de las tareas que hubo de abordar con frecuencia. Ha sido la reina de la liquidación del imperio británico, y ha sabido serlo con tal entereza que el reino ha permanecido vivo y estable a través de todo el proceso, al mismo tiempo que conseguía mantener una asociación de antiguas colonias, la Commonwealth, gracias a la intangible atracción ejercida por el estilo británico que ella en buena medida encarnaba. Su entereza ha tenido el mérito de transmitir un mensaje de estabilidad a un país que ha pasado de recelar de los referéndums a celebrar dos durante su reinado para aprobar cosas opuestas, como el ingreso y la salida de la Unión Europea.
Ha sido una mujer moderada en tiempo de excesos. Su considerable fortuna personal no fue nunca para ella ocasión de extravagancias ni de alardes, en un mundo en que los excesos de los ricos y famosos competían en estridencia. Si a su alrededor no han faltado escándalos, ella no ha sido ocasión de ninguno.
Ha sido también una figura eminentemente familiar en una era de creciente individualismo que pone a prueba las familias. La suya es, ciertamente, muy especial, pero no por eso menos humana. Y ha debido lidiar con dificultades no pequeñas para mantenerla estable y unida, cambiante y al mismo tiempo fiel a su misión. Es otro de los elementos que han contribuido a su popularidad al unir a su misión política el carácter de representación simbólica de las familias británicas. La difícil historia familiar de su sucesor, el hoy rey Carlos de Inglaterra, no augura un tiempo fácil para la continuidad de la institución precisamente por la diferencia entre su trayectoria y la de su madre.
Isabel II se ha mostrado también como alguien fiel en medio de la exaltación de la veleidad. Ese, quizá, ha sido uno de sus aciertos mayores. Esa lealtad a sí misma y a lo que representan los suyos, unida a su larga continuidad temporal, han conseguido hacer de su figura una institución que rebasaba las fronteras británicas y la convertían en símbolo de una época. Con frecuencia, de lo mejor de una época.
Ha sido también una reina con sentido trascendente en medio de una atmósfera de secularización y desencanto. Y lo ha sido con tal naturalidad que nadie ha querido o se ha atrevido impugnar su actitud y sus creencias. Hasta las burlas parecían engrandecerla, reflejando así uno de los atributos más característicos de la divinidad. Quizá por eso ha sido también resistente a los desaires y a las desgracias. Ha conseguido pasar por encima de ellas con señorío, algo mucho más deseable y grandioso que el empoderamiento.
Como todo ser humano, ha cometido errores y, como los mejores de los nuestros, ha sabido aprender de ellos. Eso la ha hecho extraordinariamente útil en su oficio político: la ha habilitado para convivir con primeros ministros y gobiernos muy distintos, en tiempos fáciles y menos fáciles, y ha sabido estar en su papel arbitral y simbólico, paciente y firme, prestando así un servicio que los políticos y los ciudadanos no han podido sino agradecer.
Se ha mostrado, también, consciente de sus limitaciones. Había cosas que no podía hacer, asuntos que no conseguía encauzar, y se ha plegado a la realidad de los hechos. Eso le confería un cierto aroma de humildad que la hacía atractiva.
Por todo eso, pienso que Isabel II de Inglaterra ha sido para su tiempo una figura de gran solidez, un punto de referencia, una roca. Que esto haya ocurrido en tiempos en que la sociedad perdía firmeza y se hacía cada vez más líquida, ha acentuado el contraste que la ha hecho destacar.