11/09/2024
Publicado en
El Norte Castilla
Gabriel Insausti |
Catedrático de Literatura Contemporánea
Que un papa dedique atención a las artes no es muy excepcional: lo hicieron Pablo VI en su homilía del 7 de mayo de 1964, Juan Pablo II en su Carta a los artistas y Benedicto XVI en Sobre la belleza. Hijos de un Vaticano II inspirado entre otros por Hans Urs von Balthasar (con su teología del pulchrum), estaban llamados a abrir esa puerta. La Cátedra de San Pedro acoge titulares de muy diverso estilo, incluidos actores teatrales, acérrimos melómanos y profesores de literatura.
Esta vez le ha tocado a la esta última: en su reciente Carta sobre el papel de la literatura en la formación, Francisco sostiene que frecuentar buenos libros “forma en la descentralización, en el sentido del límite, en la renuncia al dominio”; que el lector de buenos libros es “más activo” que el usuario de los medios audiovisuales; y que, siendo el centro del cristianismo una persona y no una idea abstracta, la literatura nos recuerda con su plasticidad “la unión de la Palabra y la palabra”.
El primer argumento nos recuerda que, además de completar nuestra propia experiencia, la lectura nos abre a una actitud contemplativa, tan necesaria hoy: libros como la Odisea o la Divina Comedia muestran aspectos de la condición humana con una perspicacia difícil de igualar. El segundo sugiere que, aunque convivir con los medios y las redes resulta hoy imperativo, prestar atención a otros discursos no solo nos sustrae de “las venenosas noticias falsas” sino que nos convierte en sujetos más responsables y menos acríticos. El tercer argumento añade algo que atañe solo a los cristianos: que la Verdad ha de verterse en vasijas que cambian de continuo.
Pero, cabría objetar, ¿qué da la literatura que no den otras expresiones? El libro es un espejo y nos dice quiénes somos, pero lo mismo puede decirse del cine, por ejemplo. La clave está quizá en el vehículo: la vivencia del lenguaje, que nos saca de la inmediatez inarticulada. El hombre es un ser que habla, y hablar supone producir un sentido: al contrario que en la vida, donde ese sentido a menudo no comparece, en la literatura las cosas han de tenerlo, y por eso novelas, poemas, dramas o cuentos testimonian la humana hambre de sentido. Una pregunta, si no una respuesta, que ya es algo.
De modo que en la debilidad de la literatura ante esos otros medios yace precisamente su fortaleza: la lentitud. Leer supone, entre otras cosas, la experiencia de una lentitud cada vez más preciosa por escasa en el mundo de la rapidez irrelevante. Y eso –que se lo pregunten a Alonso Quijano, pero también a Ignacio de Loyola- puede cambiarte la vida. Hoy, cuando hemos descubierto el Mediterráneo de que un uso indiscriminado de las seducciones de internet puede llevar a la dispersión y resultar tan pernicioso, romper una lanza en favor de la lectura tal vez sea algo más que un brindis al sol. Gracias, Francisco.