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Sed de contemplar

12/01/2025

Publicado en

ABC

Rafael Domingo |

Instituto Cultura y Sociedad - Cátedra Álvaro d'Ors

En un mundo como el nuestro, dominado por la tecnología y el materialismo, que avanza a una velocidad que desborda la capacidad humana, es urgente recuperar la capacidad de contemplar. Es la contemplación una comprensión espiritual de la realidad, netamente inefable y transformativa, que supera tanto la mera experiencia sensorial como el puro razonamiento lógico.

Contemplar es amar conociendo y conocer amando, intuitivamente, por simple aprehensión. Es asombrarse ante lo misterioso; descansar en la Belleza increada y de la creación. Contemplar es un encuentro sin tapujos con lo real y su realidad fundante. La contemplación es escucha silenciosa, posesión de lo amado, iluminación inesperada, vaciamiento de uno mismo hasta ver fin, totalidad, esencia. Amor. Es anticipo de la vida eterna. La contemplación tiene la fuerza del 'eros' y la dulzura del ágape, la luz del Todo y la sencillez de la Nada.

La contemplación no pretende analizar la realidad, sino zambullirse en ella, sin que nada se le escape, hasta poseerla totalmente y reposar en el objeto contemplado. La contemplación es sed de Trascendencia, pasión de Absoluto, anhelo de Eternidad. Por eso, nos eleva por encima de nosotros mismos hasta encontrar, al decir de los místicos, una bella realidad más real que lo real, objetiva y subjetiva a la vez. Atraviesa momentos oscuros para la razón, como explicó como nadie san Juan de la Cruz, pero radiantes para el alma.

La contemplación no nos desconecta de la rutina diaria, sino que por el contrario le da relieve, profundidad, ya que nos une indisolublemente a lo principal, a lo permanente y duradero, a lo realmente bello y valioso. Nos enseña a vivir como María de Betania haciendo el trabajo de su hermana Marta. O, mejor dicho, vivir como Marta con el espíritu y actitud de María. Y es que la contemplación nos conduce irremisiblemente a la sencillez superando toda dualidad mental. Mediante la contemplación, el ser humano conoce que es un ser para el amor, y que el amor es eterno, bello y verdadero, que es un yo para el nosotros, y que ese nosotros no descabalga, sino que potencia el yo.

Ricardo de San Víctor definió la contemplación como «una mirada profunda y pura del alma dirigida a las maravillas de la sabiduría, asociada a un sentido estático de asombro y admiración». Muchos siglos después, Evelyn Underhill, la calificó como la «manifestación suprema de esa indivisible facultad de conocer que está en la raíz de todas nuestras satisfacciones artísticas y espirituales».

La contemplación es finalidad sin fin, si empleamos la conocida expresión kantiana, anhelo de perfección trascendente. Pero en modo alguno se corresponde con una actitud irresponsable. Intuye que cuanto más conscientes somos de la presencia de Dios y lo divino, los demás y lo demás, más seremos nosotros mismos.

La contemplación abraza, con abrazo eterno, los mundos material y el espiritual, mostrando cómo los dos se entrelazan en la búsqueda de la unidad de la belleza y la belleza de la unidad. Por eso, la contemplación nos desborda, nos trasciende y nos envuelve, pues surge de una forma connatural, como el modo de conocerse entre dos amigos; no por vía de razonamiento, sino de amor.

La contemplación impregna de infinito el espíritu finito; nos expande en el tiempo, nos empapa de la presencia del todo y nos aproxima al Absoluto de una manera inenarrable. Nuestro ser profundo se embriaga de luz, se escapa y regresa transformado. «Fue entonces cuando vi tus cosas invisibles por la inteligencia de las cosas visibles», escribió Agustín de Hipona.

En un principio, Occidente priorizó la contemplación sobre la acción, la llamada vida contemplativa sobre la vida activa, el ocio frente al negocio (negación del ocio). Sin embargo, la novedosa y atractiva perspectiva protestante del trabajo, sobre todo calvinista, la fuerza de la razón ilustrada y la dominante cultura materialista rechazaron las riquezas de la vida contemplativa por su nulo rendimiento económico y su falta de evidencia científica. Como bien sentenció el sabio ortodoxo Pável Florenski, el catolicismo y ciertos protestantismos han pecado de un exceso de juridicismo y racionalismo. El juridicismo ha llevado a dar prevalencia al comportamiento exterior frente a la intención; el racionalismo ha conducido a otorgar primacía al concepto frente al espíritu. Juridicismo y racionalismo son venenos letales de la contemplación.

Simone Weil, a la que cada día admiro más y más, afirma que el hombre debe «echar raíces» de nuevo. Una espiritualidad renovada se está abriendo camino, tratando de buscar propósito a la vida humana, acceder a lo trascendente, encontrar belleza en el momento presente con el fin de vivir una vida más consciente, profunda y reflexiva. En definitiva: más feliz.

El filósofo coreano Byung-Chul Han, en su reciente libro 'Vida contemplativa' (2023), asegura que «la inactividad es una forma de esplendor de la existencia humana» y aboga por incorporar la contemplación a nuestra labor ordinaria para aumentar nuestra calidad de vida y frenar la destrucción de la naturaleza. Unos años antes lo había advertido con maestría y hondura el filósofo del diálogo e ideólogo espiritualista catalán Raimon Panikkar, o el jesuita germano-húngaro Franz Jalics.

Los nuevos contemplativos, sabedores de las bondades del silencio y la quietud, del recogimiento y el sosiego, nos invitan a conectarnos con el entorno, a la atención plena, a espiritualizarnos, y a encontrar momentos de paz y soledad donde recuperar la energía vital. La atención es el principio de la contemplación, como el ayuno de la purificación y el respeto de la dignidad. No sorprende que la práctica del silencio, de la meditación y de la oración contemplativa hayan proliferado en nuestra sociedad, como las setas tras una buena tormenta. Tampoco que muchos artistas contemporáneos apuesten por narrativas abiertas a la contemplación individual o experiencias sensoriales que fomenten la introspección. Y es que el ser humano es, por naturaleza, contemplativo. Y así como tiene hambre de materia, también tiene sed de espíritu, es decir, de recuperar la capacidad de ver lo invisible de lo visible.

Este artículo fue publicado originalmente en ABC. Lea el original.