Antonio Viana Tomé, Decano de la Facultad
Consecuencias inesperadas
La ley electoral canónica prevé el proceso de elección del nuevo Pontífice en un caso así.
La noticia de la renuncia del Papa nos ha pillado a todos desprevenidos, pues no cabía deducir de gestos o palabras del Pontífice tal propósito. Sin embargo, es una decisión no sólo largamente meditada, sino también presentada por Benedicto XVI «después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia», según sus palabras de ayer. La ha tomado con libertad y la ha expresado formalmente, como prevé la ley canónica de 1983 para el caso de la renuncia papal. Se presenta como un acto de humildad, a la vista de que sus condiciones físicas no le permiten ya ejercer bien su importante tarea.
El cargo pontificio quedará vacante a partir del próximo 28 de febrero. Como prevé la ley electoral canónica de 1997, el Colegio de Cardenales se encargará a partir de entonces de gestionar la situación interina y de elegir al sucesor de Benedicto XVI. Lo establecido es que la elección tenga lugar entre 15 y 20 días después del comienzo de la sede vacante (Universi Dominici Gregis, n. 37).
De este modo, entre el 15 y el 20 de marzo comenzaría el cónclave electoral. Podrán votar en él hasta 120 cardenales, siempre que no hayan cumplido 80 años antes del 28 de febrero. La mayoría para elegir al Papa es de dos tercios de los votos. El elegido (no necesariamente uno de los cardenales) deberá aceptar libremente el cargo y, desde ese momento, será obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal.
La situación de un Papa que renuncia no tiene apenas precedentes en la historia de la Iglesia. Aparte de algunos casos en el primer milenio, el supuesto más conocido es el del Papa Celestino V que renunció a la sede romana en 1294, apenas unos meses después de haber sido elegido. Al mismo tiempo, la noticia de la renuncia pontificia plantea a la Iglesia la situación de saber convivir con el nuevo Papa emérito, pero eso no parece que sea un problema, a la vista de la sencillez y discreción que siempre han inspirado el comportamiento del Pontífice hoy dimisionario.
Quizá sea esa una de las enseñanzas más visibles de su breve pontificado: la imagen de un hombre que tuvo que asumir con sencillez, con plena confianza en la ayuda de Dios, la dura carga del servicio petrino en unas circunstancias de la Iglesia nada fáciles al comienzo del tercer milenio. Él no lo había previsto ni lo deseaba, pero ha cumplido la tarea hasta que no ha podido más y ha sabido retirarse a tiempo.
Precisamente, cabe una reflexión sobre la oportunidad del momento de la renuncia de Benedicto XVI. Me refiero a que con esta decisión el Papa ha sabido reconocer humildemente sus limitaciones físicas y se ha adelantado a una posible situación de incapacidad que habría hecho muy difícil, por no decir imposible, el ejercicio de su ministerio.
En este sentido, la valiente decisión de Joseph Ratzinger puede estimular la publicación de una ley canónica sobre la situación de la sede romana cuando el Papa queda totalmente impedido por enfermedad o vejez, legislación prevista por el derecho de la Iglesia pero no promulgada hasta ahora.