Rafael Domingo Osle, catedrático en la Universidad de Navarra, investigador del Instituto Cultura y Sociedad e investigador en la Universidad de Emory.
¿Es la pena de muerte democrática?
Han transcurrido tan solo unos días desde que, en el corredor de la muerte de Georgia, Estados Unidos, a muy pocos kilómetros de mi lugar de trabajo, se ejecutaba con una inyección letal a Brandon Astor Jones, de 72 años de edad. Brandon había sido condenado por el asesinato, en 1979, del empleado de una tienda en un atraco a mano armada. Infecundos fueron los intentos de los abogados por aplacar la justicia inmisericorde del tribunal penal, sobre todo después de que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declinara considerar el caso (perdiendo así una ocasión única) y permitiera que la ejecución se llevara a cabo. Estéril fue también el silencio desconsolado de decenas de miles de personas que hemos vivido con intensa solidaridad esos últimos instantes de la vida de una persona que cometió un gravísimo delito hace casi treinta años que la justicia norteamericana, tras condenarlo severamente, no ha tenido a bien ni condonar ni conmutar.
Poco interesan aquí las circunstancias del caso, narradas con todo lujo de detalles en la prensa local de Atlanta. Para mí, todas las condenas a pena de muerte son iguales, con independencia de lo que hayan hecho o dejado de hacer los ejecutados, ya que en todas ellas se quita la vida a una persona digna de vivir. Por unos segundos parece que, con la pena de muerte, el Estado se convierte en dueño de la vida de los demás. No veo justificación suficiente para hacer pagar la muerte con muerte. El argumento de la legítima defensa social me parece rancio e inapropiado en una sociedad con el desarrollo y los medios de los Estados Unidos.
Una de mis mayores decepciones como articulista tuvo lugar cuando el director de cierto medio de comunicación me llamó personalmente, todo un detalle por su parte, para decirme que se negaba a publicar una columna mía en la que atacaba duramente la inminente ejecución de Sadam Husein por crímenes contra la humanidad, lo que sucedió el 3 de diciembre de 2006. Entonces defendí que si Sadam, sobre el que pesaban tantos crímenes, no era ejecutado, la pena de muerte desaparecería rápidamente del mapa global, pues si alguien parecía poder merecerla era él. Ese era el momento, no para aniquilar a Sadam, sino para erradicar de una vez por todas la pena de muerte. No lo vio así la opinión pública de los Estados Unidos, y menos todavía el director del diario censor, quienes prefirieron apoyar su ejecución ante tanto crimen acumulado.
En mi opinión, hay un argumento jurídico poderoso para acabar con la pena de muerte, a saber: si el ser humano es limitado, todo cuanto hace es limitado. Es decir, no existe la obra humana perfecta. Si esto es así, tampoco puede darse un ordenamiento jurídico perfecto. Por tanto, todo ordenamiento jurídico, por ser imperfecto, debe contener elementos rectificativos para resolver los errores jurídicos que puedan cometerse durante su aplicación. A su vez, cualquier ordenamiento debe tratar de evitar todas aquellas decisiones y penas no revisables. Si hasta una constitución, que es la norma fundamental de un pueblo, es revisable, ¿cómo no va a serlo una sentencia judicial? La ejecución de una persona, en cambio, por su propia naturaleza, no es revisable, pues ningún ordenamiento es capaz de devolver la vida al ejecutado. Por ello, por un principio de justicia, que debe informar todo ordenamiento jurídico, la pena de muerte debe suprimirse.
Los errores judiciales existen. Según la organización Witness of Innocence, uno de cada nueve condenados a muerte en los Estados Unidos ha sido posteriormente declarado inocente. Si esto es así, ¿cómo es posible continuar permitiendo ejecuciones? Se entiende que el Tribunal Supremo de Florida, con buen criterio, haya anulado hace unos días la sentencia de muerte contra Pablo Ibar, el español que lleva veintidós años recluido en una cárcel de Florida acusado de un triple asesinato en 1994 porque un agente dijo haberlo identificado en un vídeo de baja calidad que registró los hechos criminales.
La ejecución de Troy Anthony Davis, en septiembre de 2011, reavivó el debate de la pena de muerte en los Estados Unidos. Troy, afroamericano, fue condenado por asesinar a un policía en 1989 en Savannah, la vieja capital de Georgia. El acusado negó, una y otra vez, todos los cargos. La ejecución se aplazó en tres ocasiones, pero finalmente se produjo. Poco antes de morir, Davis se dirigió a la familia del policía asesinado en unos términos que no dejaron a nadie indiferente. Entresaco y epitomo algunas de sus frases, que no tienen desperdicio: "Soy inocente. No disparé al policía. No tenía un arma aquella noche. Siento su muerte. Lo digo sinceramente. La verdad deberá esclarecerse. Pido a mi familia y amigos que recen, y que perdonen. Que Dios se apiade de quienes están a punto de quitarme la vida". Tan solo de pensar en la posibilidad de haber podido ejecutar a una persona inocente pone a cualquiera la carne de gallina. ¿Puede llegarse a ese extremo en una sociedad democrática con el fin de protegerla del crimen?
Existe no solo un argumento jurídico, sino también un argumento democrático que me parece incluso más convincente, por afectar a la comunidad política en su conjunto y no solo al ordenamiento jurídico que la regula. Si la democracia es el gobierno del pueblo, una sociedad democrática no puede, por definición, excluir definitivamente a un ciudadano integrante de ella. Permitir la pena de muerte en un sistema democrático es tanto como legalizar el tiranicidio en una dictadura. Si algo caracteriza a una democracia es que el poder está al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del poder. La grandeza del sistema se haya en la centralidad de la persona humana, de cada ciudadano, y no de la comunidad política como tal a la que, aunque todos los ciudadanos servimos, le damos un valor instrumental. De ahí, el vínculo inseparable entre derechos humanos y democracia.
Por eso, una democracia seria sabe imponer penas de acuerdo con los principios democráticos y siempre en consonancia con los derechos humanos más básicos. Las penas han de ser clementes, proporcionales, disuasorias, y siempre han de estar orientadas hacia la reinserción social y la educación. En la ejecución de un ser humano es muy difícil ver atisbo alguno de clemencia. En la pena de muerte no se da el elemento de proporcionalidad, pues cada vida humana es inestimable, no tiene precio. Por eso, no es comparable con la del otro. Es única e irrepetible. En la pena de muerte resulta costoso encontrar el elemento educacional, por cuanto la pena de muerte profana la vida humana. También brilla por su ausencia el elemento de reinserción social, por motivos obvios. El único componente válido en la pena de muerte es el disuasorio. Cuando uno sabe que el delito que va a cometer le puede costar la vida, se lo piensa dos veces. Pero el fin (disuadir) no justifica los medios (ejecutar). Por lo demás, tampoco está claro que en los lugares donde se erradica la pena de muerte los delitos aumenten. Y es que una cultura de la muerte, como lo es la que permite la pena capital, genera ella misma muerte. Creo que es hora de que muchos políticos norteamericanos se apliquen el cuento.