Jorge Tárrago Mingo, Profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad de Navarra
¿Qué hacemos con la arquitectura contemporánea?
El pasado 11 de enero la Fundación Alejandro de la Sota, que tiene “el objetivo de conservar y difundir” la obra de uno de los maestros de la arquitectura española del siglo XX (Pontevedra 1913, Madrid 1996), anunciaba cómo a pesar de algunos intentos para evitarlo la Casa Guzmán (Algete, 1972) había sido demolida por sus herederos. Y más preocupante, que esta casa que recibía la visita numerosa y la admiración de estudiantes y profesionales de todo el mundo –con el orgullo de su primer propietario– había sido suplantada por otra, dicho sea de paso, notablemente vulgar e irrelevante. En el comunicado se lamentaba la falta de cultura, sensibilidad y protección, el desinterés y el fallo en cadena que había permitido que esta obra ejemplar desapareciera para siempre.
Las redes sociales han agitado la noticia desde entonces. El escándalo ha sido mayúsculo. La sorpresa e indignación entre los arquitectos enorme. Todos los diarios de tirada nacional han recogido esta información (no es, ni de lejos, el primer caso), la opinión de expertos, análisis de decanos de colegios de arquitectos, declaraciones de arquitectos más autorizados y algún que otro responsable político. Y no pocas acusaciones veladas, tímidas inculpaciones y ‘miradas a otra parte’ quizá para acallar no poca mala conciencia. Pues cabría recordar que para llegar a esta situación antes ha debido pasar por las manos de unos cuantos arquitectos, visados, licencias. Nadie dijo nada. Todo ha sido perfectamente legal.
Quizá esta no sea la tribuna para defender la ejemplaridad de la emblemática Casa Guzmán con la munición léxica que los arquitectos solemos esgrimir y resulta ajena al lector. Pidamos algo de complicidad. Y acaso, pues está a su alcance, que repase lo dicho con bastante lucidez en esos medios. Pero sí, pasada la discusión gruesa en las redes sociales, acalorada en los corrillos de arquitectos y en los foros de opinión de la prensa digital, hacernos algunas preguntas y si fuera posible, plantear alguna idea de utilidad. Y con la obligada brevedad de estas líneas.
¿Qué ha fallado? ¿Por qué la arquitectura contemporánea no concita el mismo aprecio que aquella más antigua? ¿Cuándo un edificio merece protección? ¿Solo la edad cuenta? ¿Por qué en otros ámbitos de la cultura el reconocimiento y la protección son inmediatos? ¿Tenemos algún derecho a exigir la protección pública de los bienes privados? Y, sobre todo, ¿podemos hacer algo más para evitar nuevos casos?
Existe el consenso de que la arquitectura (de todas las épocas) es un bien cultural, transforma la sociedad, contribuye a entenderla, mejora nuestras vidas. Con sus aciertos y con sus fallos. Los aciertos suponen un avance (a menudo también los fallos). Merecen estudio, emulación, admiración y también protección. Son un legado. Forman parte de nuestro patrimonio cultural. Es obvio que no toda la arquitectura merece protección por el hecho de la autoría. Ni la más reciente, ni la más antigua. Aunque sí prevención y prudencia antes de cualquier decisión.
El tiempo decanta, nos ofrece una mejor perspectiva, ‘pone a prueba’, ‘sitúa en su lugar’. Es un factor decisivo, desde luego, pero no el único. En caso contrario perderíamos mucha arquitectura notable reciente. Y no podemos permitírnoslo. Las generaciones futuras podrían acusarnos de desidia y de insensibilidad. Debemos reclamar una labor quizá más activa –como de hecho ya empieza a suceder– de los estamentos profesionales, académicos y culturales, para explicar a la sociedad porqué y qué arquitectura moderna merece conservarse. Luego vendrá el cómo. Y es responsabilidad de las administraciones proteger y promocionar la mejor arquitectura mediante la legislación adecuada. Y conservarla. No es difícil de entender cuando se trata de edificios públicos. Nadie se negaría a que parte de sus impuestos se destinen a la protección de un edificio público de valor. Sobran los ejemplos.
A riesgo de crear polémica, tratemos ahora de ponernos en la piel del propietario de una de estas obras, sea consciente o no de su valor, la aprecie o no. En ocasiones, lo único que le devuelve el reconocimiento es una ‘patata caliente’, un cúmulo de trabas administrativas, sobreprotección e inmovilismo técnico. Y lo que es peor, además escasa o nula ayuda. Quizá se entienda que algunos decidan actuar con nocturnidad.
Obtener como contrapartida más incentivos y exenciones, más ayudas públicas, podría ser una solución. Un ejemplo notable sería, quizá, la National Historic Preservation Act norteamericana y su National Register of Historic Places. Ser incluido en la lista otorga la honra social, pero también ayudas tributarias y exenciones fiscales a las donaciones para la rehabilitación, acceso a créditos y fondos federales para su preservación, y ayuda profesional para conservarlos con criterios técnicos. Y que, aunque solo sea por este tratamiento fiscal favorable, se evite su destrucción, en beneficio de todos.
Ahora bien, ¿estamos dispuestos?