Javier Novo, Catedrático de Genética de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra
A hombros de dos gigantes
La celebración hoy del Día de Darwin nos ofrece la oportunidad de recordar la relación de su teoría de la selección natural con los experimentos de otro gigante de la ciencia.
Julian Huxley, biólogo y humanista que llegaría a ser el primer presidente de la UNESCO, escribió en 1942 un libro de divulgación titulado Evolución: la síntesis moderna. En él alude a las primeras décadas del siglo XX como “el eclipse del darwinismo”. Huxley era nieto de un gran amigo y defensor de Darwin, y conocía la historia de primera mano. El problema con la teoría de la selección natural era que en aquellos tiempos no había una explicación satisfactoria de los mecanismos de la herencia, y sin esto era muy difícil que la selección natural resultara convincente. De hecho Darwin aceptaba la teoría en boga por aquel entonces, según la cual todas las células del cuerpo desprenden unas partículas que se mezclan en la descendencia con las partículas del otro progenitor. Pero esta teoría no concordaba con los resultados de muchos experimentos, sobre todo algunos realizados en plantas. De ahí que Huxley hablase de eclipse: sin una buena explicación sobre cómo se transmiten los caracteres de una generación a la siguiente, la teoría darwinista no pasaba de ser una hipótesis.
Pero mientras Darwin publicaba El Origen de las Especies, un monje agustino llamado Gregor Mendel realizaba experimentos cruzando guisantes en el jardín de su convento. Sus conclusiones le llevaron a postular una teoría de la herencia en que los caracteres no se mezclaban, sino que aparecían y desaparecían en generaciones sucesivas siguiendo unas leyes precisas y en proporciones fijas. Aunque los historiadores creen que Darwin nunca conoció los trabajos de Mendel, sabemos que éste leyó El Origen de las Especies y también el siguiente libro de Darwin, en cuyas copias se pueden observar muchas anotaciones personales en los márgenes. En una de ellas, precisamente cuando Darwin expone su “hipótesis provisional” de las partículas, escribe Mendel que eso es “una suposición gratuita”. Y marca expresamente un párrafo donde Darwin dice que “no puede dar una explicación satisfactoria” a algunas de sus observaciones. Mendel ya había dado una explicación satisfactoria en un artículo publicado en 1866, al proponer la existencia de los factores que hoy conocemos como “genes” y describir las leyes de la herencia.
Pero esta publicación cayó en el olvido y por tanto la teoría darwinista seguía sin tener una explicación convincente. Sólo a partir del año 1900, cuando se redescubre el trabajo de Mendel, varios científicos aplicarán las leyes de la genética a los mecanismos de la selección natural. Con esto, el eclipse del que hablaba Huxley llegaría a su fin y cristalizaría esa nueva síntesis entre las ideas de Darwin y los descubrimientos de Mendel. Esto supuso un paso enorme, gracias al cual uno de los fundadores de esta nueva síntesis afirmará a mediados de siglo que “nada en Biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución”.
Darwin gozaría de inmensa fama, tanto en vida como después de su muerte en 1882. Mendel moría dos años después en el más completo anonimato; su reconocimiento como padre de la genética tardaría veinte años en llegar. Por eso me parece justo que hoy, el día en que conmemoramos el nacimiento del gran naturalista inglés, recordemos también al científico que hizo posible el despegue y la consolidación de la teoría de la evolución. Parafraseando la famosa sentencia de Newton, si hoy podemos avanzar en campos tan diversos como la lucha por salvar el planeta o curar enfermedades, en buena medida se debe a que podemos ver más lejos porque nos hemos aupado sobre los hombros de estos dos gigantes.