12/10/2022
Publicado en
El Mundo
Javier de Navascués |
Catedrático de Literatura Hispanoamericana y profesor del grado en Lengua y Literatura Españolas
Otro año más se cumple el aniversario del 12 de octubre y no será extraño que vuelvan los comentarios apasionados sobre la efémerides. Es curioso cómo esta conmemoración sigue dando que hablar. Ya en el año 92 sirvió para que el país se volviera loco con el Quinto Centenario, aunque los eventos poco recordasen al suceso de verdad. Un parque temático en Sevilla no era mucha cosa frente a las Olimpiadas de Barcelona, el AVE, la Cumbre Iberoamericana o la Conferencia de paz sobre Oriente Medio. Nadie se acordó de que el Museo de América de Madrid, el único dedicado casi en exclusiva a la presencia de España en el Nuevo Mundo, estaba cerrado por obras. Para ser honestos, la realidad del Descubrimiento o del Encuentro, como se le empezó entonces a llamar, no le importaba a casi nadie. Pero el potencial simbólico del 12 de octubre era, y sigue siendo, enorme.
Todo es política, decía Gramsci. El aniversario es una excusa estupenda para que el político medio recuerde unos cuantos tópicos y las redes sociales demuestren el conocimiento legendario que se tiene del asunto. Porque de eso se trata, de eso estamos hablando: de leyendas. El Diccionario de la RAE dice que leyenda es “Relación de sucesos que tienen más de maravillosos o tradicionales que históricos o verdaderos”. No se habla de lo que los sucesos fueron en realidad, sino de que lo que a nosotros nos parece o nos han dicho que fueron. Como las leyendas que se repiten de generación en generación, en el caso del 12 de octubre arrastramos dos leyendas de colores: una negra y otra rosa.
Los seguidores de la leyenda negra sostienen que España se dedicó a exterminar personas y solo dejó ruinas cuando se fue; entretanto, los abanderados de la leyenda rosa aseguran que los españoles mejoraron las condiciones de los indígenas y crearon un imperio tan extraordinario como el romano. Cada uno hace acopio de argumentos para tejer su leyenda dejando a un lado lo que estropea su fiesta legendaria. Los creyentes en la leyenda negra desprecian el vasto corpus jurídico en defensa del indio, los logros del arte y la música virreinales, las mejoras en la dieta alimenticia de la población, la introducción de la cultura escrita o la creación de hospitales e instituciones educativas a todos los niveles. Puestos a seguir ignorando, repiten que el genocidio cometido por los conquistadores destruyó las poblaciones amerindias. Más allá de que hoy muchos países mantienen un alto porcentaje de población indígena, no se acuerdan del impacto de las enfermedades importadas desde Europa, incluso ahora que no es necesario hacer un gran esfuerzo para reconocer lo que supone el transporte de virus desconocidos a otras partes del planeta. También desconocen la capacidad militar de los ejércitos europeos del siglo XVI, incapaces de producir genocidios como en los siglos XIX y XX, y se olvidan de que los propios pueblos americanos, divididos entre sí, cooperaron con los españoles primero en la conquista y después en la consolidación del orden colonial. Por último, están convencidos de que la evangelización fue un monstruoso proceso de aculturación y no les parece tan relevante la prohibición de sacrificios humanos o la predicación de la religión del amor.
Los fieles de la leyenda rosa creen que la España del siglo XVI emprendió un proceso desinteresado de civilización de unos pueblos sometidos a la barbarie. Suelen repetir que el Derecho internacional se creó de la nada en la Universidad de Salamanca y mantienen la extraña certeza de que las bienintencionadas Leyes Nuevas que prohibían la esclavitud indígena, se cumplieron. Admiten que algunos individuos cometieron atropellos, pero serían casos excepcionales. Les gusta repetir palabras épicas como “gesta” o “imperio”, pero no se entusiasman con cierto vocabulario económico como “explotación”, “corrupción” o “monopolio”. Pasan por alto los sistemáticos abusos contra la población indígena como la encomienda o la mita. Tampoco insisten en otros elementos fundamentales del imperio, como la compra fraudulenta de cargos, las interminables redes clientelares, la esclavitud real de la población traída de África, el ineficaz monopolio del comercio por parte de España o los abundantísimos casos de corrupción entre el clero y las autoridades civiles.
La política alimenta leyendas que se repiten con fervor supersticioso. La polarización, signo de nuestro tiempo, impide nuestra capacidad de pensar más allá de bloques cerrados. Pero la verdad se esconde en los matices. Por eso, deberíamos preguntarnos qué se recuerda cada 12 de octubre.
Lo que se conmemora es un acontecimiento extraordinario en la historia de la humanidad. Nada menos que el primer encuentro entre dos mundos que despejó las rutas para que se relacionaran con otros dos, África y Asia. El hombre occidental se planteó el desafío de confrontar sus creencias con otras civilizaciones y, mezclándose con ellas, engendró lo que llamamos globalización. El mestizaje que empezó un 12 de octubre no fue una historia de amor, sino un proceso doloroso con luces y sombras. Pero dio lugar al mundo tal y como lo conocemos hoy.