12/10/2024
Publicado en
OK Diario
Javier de Navascués |
Catedrático de Literatura Hispanoamericana
El otro día tomé un taxi en Atocha y le pedí que me llevara al Museo de América.
-¿Dónde dice?, me preguntó alarmado el taxista, que jamás debió haber escuchado la existencia de tal lugar.
Y tampoco del GPS, suspiré para mis adentros.
-Junto a la Fundación Jiménez Díaz.
-Ah, sí.
Iba uno a la exposición sobre Miguel Cabrera, un interesantísimo pintor novohispano del siglo XVIII. Fue muy agradable: las curadoras habían preparado con esmero una explicación de quién fue el más importante representante de la pintura de castas, además de haber recuperado algunas pinturas suyas. La exposición se completaba con una detallada reproducción de las técnicas empleadas por el artista que delataba su buen oficio aprendido en la fascinante corte virreinal. Pero mi experiencia fue singular también por otro motivo: acostumbrado a hacer colas y a soportar el ruido de las exposiciones temporales, allí pude disfrutar tan ricamente de todo el tiempo del mundo. No había nadie.
Alguna razón debe haber para que el Museo de América sea el menos visitado de Madrid. Cuando al mismo ministro de Cultura se le ocurrió aquello de que había que descolonizar los museos, se soltaron muchas risas a su costa y más de uno reparó en su desconocimiento del patrimonio museístico español. Pero Urtasun no estaba solo en su ignorancia, porque el museo que más claramente podría estar en su punto de mira es un enorme desconocido en todo Madrid. Hasta los taxistas no saben dónde está. Por supuesto esto no es culpa de tan esforzado gremio. La anécdota que he contado es un síntoma de un desinterés real, diario, que se desactiva en apariencia solo una vez al año por estas fechas.
Y eso que el tema es apasionante. Lo que ocurre es que a veces esperamos que nos cuenten la Historia a un nivel que no le pedimos a la Ciencia. Es un mal que atañe a las Humanidades en general. Nadie cree a un individuo que predique la cura del cáncer con pastillas solubles de vitamina C, pero sí creemos a quien nos cuenta la Historia en lemas como pastillas. “¡Fue un genocidio!”, gritan muchos. “¡Fue el paraíso!”, replican los otros. Los decoloniales y los imperiófilos pueden dictar sus soflamas, pero el mundo en el que se movieron los habitantes de la América española fue infinitamente más rico, interesante y complejo. Imaginar aquello como un gran campo de concentración en el que unos barbudos acorazados se dedicaban a asesinar a hombres, mujeres y niños, mientras unos galeones se alejaban cargados de oro, es una caricatura grotesca de la verdad. Ahora bien, pensar en una multitud de indios yendo a la universidad o curándose en hospitales modernos, mientras un montón de indias felices se casaban por la iglesia con rudos, pero bellos conquistadores, es la misma caricatura, pero al revés.
Más que por el enfrentamiento entre posturas irreconciliables, un verdadero sentimiento de Hispanidad debería pasar por un sincero interés por conocer todo aquello que ha quedado tapado (ahora hablo de nuestro caso español) por siglos de desidia. No solo en América, sino aquí mismo, en España. Es fácil: Puede uno probar a meterse en Youtube y buscar vídeos de la música de aquel periodo. Puede empezar, por ejemplo, con la cachua serranita del Ensemble Elyma o el rescate que hace el grupo “Los temperamentos” de tantísimas piezas maravillosas. Es una música riquísima, de una alegría contagiosa y tan especial que se distingue de la elegancia europea de los Bach, Haendel y compañía. De hecho, estos compositores europeos se inspiraron en ritmos y danzas (la folía, la chacona o la sarabanda) importados de las Indias. La América hispana influyó así en España y Europa como en tantas otras cosas. Hasta el mismísimo flamenco tiene sus raíces al otro lado del Atlántico, como se ha venido demostrando en los últimos años. Seguramente es el momento de que los españoles descubramos América y entendamos cuánto de lo que nos constituye como nación es inconcebible sin ella. Esto se aprecia tanto en la españolísima tortilla de patatas (inconcebible sin el tubérculo americano) como en tantas figuras que son ilustres desconocidas. Ningún país como España tuvo en el siglo XVIII tanto acceso a la biodiversidad del planeta. De ahí que se creara el Museo de Ciencias naturales, que fue fundado por un señor de Guayaquil, el empresario y mecenas Pedro Franco Dávila. Pido perdón al lector por el test: pero ¿qué sabemos de Bernardino de Sahagún, Juan de Palafox, el Inca Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, Félix de Azara o José Celestino Mutis? Todos ellos fueron artistas, científicos, escritores, y, en algún caso, como en el de Palafox, intelectuales, políticos y santos al mismo tiempo, lo cual tiene su mérito.
Pero por eso mismo la lectura de la Historia tampoco puede convertirse en un pretexto para la autocomplacencia. Si el mentado Palafox, por ejemplo, se convirtió en un santo, fue porque tuvo que lidiar en América con la realidad cotidiana, injusta y corrupta, de la administración española. Un pueblo, incapaz de ser imparcial, que solo viva de los halagos, está condenado a repetir errores del pasado. Podemos creer como españoles que toda la culpa de nuestras derrotas ha sido de los otros, pero el victimismo es una mala receta para la vida de las personas igual que para las naciones. Mucho nacionalismo siniestro se ha consumido, y se consume hoy, con propaganda victimista. De ahí que las lecciones de la Historia que nos da, no sirven para justificar o legitimar nada, sobre todo porque nuestros parámetros no son los mismos que los de las gentes de hace quinientos años.
Hace tiempo el gran Octavio Paz, refiriéndose a las polémicas eternas en su país sobre la figura de Hernán Cortés, dejó escrito lo siguiente: “Apenas Cortés deje de ser un mito ahistórico y se convierta en lo que es realmente -un personaje histórico-, los mexicanos podrán verse a sí mismos con una mirada más clara, generosa y serena”. Esto también vale para los españoles cuando se refieren al pasado americano desde los prejuicios, negativos o positivos. La realidad es gris. Hasta en un personaje tan increíble como Cortés, cuyas luces y sombras son extraordinarias, como comprueba uno al leer las sólidas y documentadas biografías que existen sobre él (ya que estamos, no todas: las de Bennassar, Miralles, Martínez o Mira Caballos están entre las mejores). No se puede ventilar su figura diciendo que fue un genocida o un héroe, sin más.
La riqueza no está en condenar, sino en comprender. En una época como la nuestra, tan entusiasmada con sus agendas de progreso y sus miradas acusadoras o idealizadas del pasado histórico, no viene mal interrogarse por la historia de los imperios sin caer en interpretaciones simplistas, ni de color negro ni de color rosa. La América española de los siglos XVI a XVIII fue la primera realización de una gran civilización multiétnica y globalizada. Esto suena muy bonito, pero hay que ser consciente de que el aporte de otras culturas diferentes de la española fue decisivo. Internarse en las experiencias de ese mundo precursor del actual nos ayuda a escuchar y comprender mejor a quienes piensan y viven de forma distinta a la nuestra. Frente a las condenas o el autobombo, los españoles deberíamos abrirnos a esa realidad plural que es América. Esto implica asumir de forma real que el mestizaje forma hoy parte integral de nuestro pasado y de nuestro futuro. Solo así nos miraremos a nosotros mismos de una forma clara, generosa y serena.