Joaquín Sedano, Profesor de Historia del Derecho Canónico
Una institución cargada de historia
Pocas instituciones jurídicas existen tan puntuales como el cónclave y que acaparen, al mismo tiempo, el interés de la opinión pública de un modo tan generalizado. Prueba de ello son los más de 5000 periodistas acreditados ante el Vaticano para cubrir la asamblea del colegio cardenalicio de la que saldrá elegido el sucesor de Benedicto XVI.
El cónclave es un mecanismo electivo peculiar, que persigue distintos objetivos. Por una parte procura que la elección del romano pontífice se realice con cierta celeridad, para evitar los perjuicios lógicos de una sede vacante durante demasiado tiempo. Para ello se organiza la reunión de los electores en un mismo lugar y bajo un régimen en cierto modo ascético.
No menos importante es garantizar, frente al exterior, el secreto del proceso electoral. Esta circunstancia protege en cierta medida la libertad de los electores que, de este modo, pueden votar en conciencia, libres de intromisiones de agentes políticos o mediáticos.
El funcionamiento del cónclave, tal como lo conocemos hoy en día, es el resultado de un largo proceso. No es de extrañar que el instrumento encargado de regular el acceso al primer puesto jerárquico de la Iglesia católica haya sido objeto de continuas revisiones y mejoras a lo largo de los siglos. Ofrecemos a continuación una breve síntesis de los principales jalones en la evolución de esta institución.
Durante el primer milenio cristiano el papa era elegido mediante el difuso y tradicional procedimiento de la elección hecha por el clero y el pueblo de Roma. Este sistema sufrió las injerencias del poder imperial (tanto de occidente como de Bizancio) y de la aristocracia romana con distintas intensidades según las épocas.
La figura del cónclave empieza por vez primera a vislumbrarse cuando en 1059 Nicolás II reserva la elección pontificia a los cardenales. Aunque la medida no triunfa de inmediato, pone las bases fundamentales del desarrollo posterior de la maquinaria de elección del pontífice. Con el comienzo del segundo milenio, pocos serán los papas que no legislen sobre este extremo.
En 1179 Alejandro III establece la necesidad de dos tercios de los sufragios para la elección del papa. Esta mayoría cualificada podía dar lugar a elecciones muy dilatadas en el tiempo (en ocasiones tras más de un año de negociaciones), de ahí que se llevara a la práctica el "secuestro" de los electores bajo llave (de ahí el término cónclave) para forzar la elección del nuevo papa. Este sistema fue puesto en práctica por primera vez en 1216; en 1241 el senador de Roma encierra a los cardenales electores en las ruinas carcelarias del complejo de Nerón; y en 1268 Alberto de Montebono recluye a los cardenales en el palacio papal de Viterbo.
En 1275 Gregorio X fija el lugar del encierro donde fallezca el papa, indicando que se espere a los cardenales hasta un máximo de 10 días, regulando la dieta alimenticia de los electores y prohibiendo la consulta al exterior. En 1562 Pío IV concreta la limitación de los sistemas electorales admitidos a cuatro formas: la inspiración (acto de aclamación extraordinario), el compromiso (delegar en un número limitado de cardenales), el escrutinio y el acceso (que permite a cualquier cardenal que lo desee, al final de un escrutinio, "acceder" a otro candidato).
La bula Aeterni Patris (15.XI.1621) de Gregorio XV recoge normas ya sustancialmente recibidas del pasado, pero sistematizadas y desarrolladas de un modo más perfecto: detalla las formas de entrar en el cónclave, se elabora un ceremonial, prohíbe que los cardenales puedan votarse a sí mismos y procura circunscribir y limitar los casos que podrían dar lugar a una elección nula.
Las naciones católicas no permanecen ajenas al sistema de elección: por razones de política, tanto internacional como eclesiástica, interfieren en el cónclave con la interposición de vetos dirigidos a uno u otro candidato. La oposición de un veto (técnicamente conocido como exclusiva) contra un candidato por parte de soberanos católicos no podía ser ignorada sin exponer al electo al desdoro o a la marginalidad política. Desde el siglo XVI la exclusiva gana terreno, sobre todo por parte de la corona de España. Y a lo largo de todo el siglo XVIII el cónclave refleja equilibrios políticos en fase de transformación.
Durante el tiempo de las revoluciones los papas tratan de prevenir diversas situaciones de emergencia: Pío VI establece que en una situación extrema de sede vacante, la mayoría absoluta de los cardenales esté habilitada para dirimir cualquier eventual indecisión o dilema sobre el modo de celebrar el cónclave. Para Pío IX el concilio se disuelve ipso facto por la muerte del pontífice y determina que si el papa muere fuera de Roma el cónclave tendrá lugar allí donde se logre reunir la mayoría del colegio cardenalicio. Por su parte, León XIII estableció que en caso de secuestro del pontífice, este sea considerado muerto por inaccesibilidad.
El sistema de elección del romano pontífice se consolidó en el siglo XX, sobre todo a partir de la constitución apostólica Vacante Sede Apostólica (1904) de Pío X, que viene a suponer una codificación de todo el derecho anterior al respecto. En 1946 Pío XII añade que en sede vacante cese el secretario de Estado, los jefes de las congregaciones e impone, entre otras medidas, nuevos juramentos sobre el secreto (haciendo referencia a los medios de comunicación telegráfica, telefónica, fotográfica y cinematográfica). Por la vía de los hechos, Juan XXIII acaba con el tope de 70 cardenales fijado en 1586 por Sixto V. Pablo VI confirma que solo los cardenales menores de 80 años tienen derecho a elegir al Romano Pontífice y establece un máximo de 120 cardenales electores.
La regulación vigente de la elección del romano pontífice está contenida en la constitución apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por Juan Pablo II en 1996 y con leves modificaciones realizadas por Benedicto XVI en 2007 y pocos días antes de su renuncia al pontificado.
Las sucintas señas aquí apuntadas de la evolución del cónclave muestran, por un lado, la fascinación por una institución en la que confluyen tantos intereses espirituales y humanos. La injerencia de los poderes políticos ha sido constante a lo largo de la historia, y si hoy en día parecen estar en buena medida superada, no es menos cierto que la figura del papa sigue siendo un referente moral con gran incidencia en la sociedad civil actual. Por otra parte, se aprecia también cómo el cónclave se ha ido perfilando progresivamente al fin de garantizar un proceso claro, sin fisuras, en la elección de la persona que ocupa el ápice de la jerarquía eclesiástica. De este modo el derecho (en este caso el canónico) llega hasta donde puede: ofrece las bases necesarias para que la elección se realice en un contexto de recogimiento espiritual y libre, en la medida de lo posible, de injerencias externas. A su vez, este marco de seguridad jurídica es apto para que se den con toda su fuerza los elementos espirituales que son propios en la designación de la cabeza de la Iglesia católica, una institución divina pero insertada en medio de las realidades temporales. Bajo la guía del Espíritu Santo y protegidos por el encierro "bajo llave", los cardenales electores tienen ahora la palabra.