Ana Marta González González, Profesora de Filosofía Moral de la Universidad de Navarra y coordinadora científica del Instituto Cultura y Sociedad
Mujeres en primera línea
La autora asegura que la Política debería aprovechar la experiencia de las mujeres en la solución de conflictos sociales y en tareas de mediación, en las que están más implicadas que los hombres.
Consideraba Hannah Arendt que la política era el lugar donde, mediante sus acciones y palabras, los individuos se hacían presentes y brillaban precisamente como tales; no simplemente como sujetos de necesidades, más o menos generales, sino como sujetos libres, capaces de poner en marcha cosas nuevas. Ignoro en qué medida en un mundo como el nuestro, progresivamente colonizado por procesos anónimos y estrategias de marketing, sigue habiendo margen para ese ejercicio innovador de la libertad individual.
Pero lo que me gustaría revisar aquí es el viejo prejuicio según el cual la política, como manifestación supuestamente privilegiada de la individualidad personal es sobre todo cosa de varones, más que de mujeres, las cuales podrían tal vez desempeñar tareas públicas, pero siempre rindiendo su individualidad a las exigencias de su género. De ahí, por ejemplo, que a lo sumo pudiera hablarse, como hizo Georg Simmel a principio de siglo XX, de una “cultura femenina”, cualificada genéricamente como tal, mientras que las líneas principales de la cultura a secas vendrían definidas por individualidades masculinas.
Ha transcurrido más de un siglo desde que Simmel pusiera por escrito sus reflexiones al respecto, y desde entonces hemos podido comprobar sobradas veces que no solo hay individualidades femeninas que se han abierto paso en el vasto mundo de cultura a secas, sino que hay asimismo reductos sociales proclives a configurar espacios culturales masculinos, no precisamente expresivos de creatividad individual alguna, cuanto de rasgos genéricamente masculinos. En este contexto, sin embargo, lo que me parece importante es recordar el valor universal de la cultura como tal, en la que cada una y cada uno nos hacemos presentes a título individual por nuestros propios méritos, en la medida en que estos son reconocidos como expresivos de lo universal humano; pues la cultura, como espacio simbólico compartido es sencillamente humana.
Precisamente por ello debe acoger por igual aportaciones masculinas y femeninas; no con el fin de recrear espacios masculinos por un lado y femeninos por el otro, ni mucho menos asumiendo la identificación de lo femenino con lo privado y lo masculino con lo público, sino creando las condiciones para que cada quien, varón o mujer, pueda aportar lo mejor de sí. Pues tanto si consideramos que hay atributos genéricamente masculinos o femeninos que merezcan abrirse paso como tales en la cultura, como si no, lo cierto es que sus portadores son siempre individualidades concretas, con nombre y apellidos, hombres o mujeres. Y lo que unos y otras aportan a la sociedad es en primer término la eficacia de su presencia activa y visible.
Ahora bien, precisamente pensando en el ámbito de la política, que por una simple cuestión de visibilidad marca la pauta en muchos otros terrenos, resulta llamativo que los casos de mujeres en primera línea se cuenten con los dedos de una mano. Si fijamos la mirada en nuestro país, observaremos que los segundos puestos han estado por lo general más concurridos. Podríamos preguntarnos por qué. Una explicación plausible es que las dinámicas de competitividad entre el primero y el segundo de abordo se neutralizan más fácilmente cuando los géneros son distintos.
Sin embargo, el liderazgo no es un privilegio masculino. Ciertamente, el líder debe inspirar seguridad y confianza. Pero es importante no confundirse de mundo: si en épocas pasadas podía parecer razonable confiar la propia seguridad a quien ostentara las cualidades del guerrero, en sociedades como las nuestras, diversas y cambiantes, son otras las cualidades que inspiran confianza, porque lo son las que se requieren para un gobierno inteligente y efectivo. De ahí que la ambición y la valentía, connaturales a la vida política, deban poder conjugarse con la flexibilidad y la inteligencia necesarias para comprender la complejidad cultural y social de nuestro tiempo.
Realmente, no es fácil reconocer esta combinación de cualidades en los líderes que ahora mismo protagonizan la vida política española. Más bien, lo que observamos es una crispación que se presta por sí sola a una lectura de género no especialmente sutil. Si las comparaciones zoológicas no resultaran ofensivas, sería cosa de utilizarlas aquí. Sin embargo, pensando en el espectáculo bochornoso de unos líderes políticos más ocupados en la descalificación recíproca que en elaborar propuestas sustantivas, resulta natural preguntarse si la presencia de mujeres podría modificar en algo las reglas del juego político: si traería consigo algo nuevo, que pudiera compensar tanta estupidez, o se limitaría a reproducir o multiplicar la mediocridad y la crispación imperantes.
Lo cierto es que mirando a las mujeres que hasta la fecha han tenido cierto protagonismo en la vida política española podemos encontrar ejemplos de ambas cosas: de preparación, capacidad de trabajo y diálogo, pero también de ligereza y cerrilismo; de oratoria brillante y de trompicones lingüísticos… Por sí sola la mera presencia de mujeres soluciona tan poco como la mera presencia de varones; pero acaso esto se deba a que, por lo general, las mujeres han debido adaptarse a unas reglas que les anteceden y que de hecho favorecen antes el enfrentamiento que la colaboración, la competición que el diálogo constructivo. Sea por el motivo que fuere, de hecho encontramos más mujeres que hombres implicadas en la solución de problemas sociales, o realizando labores de mediación y comunicación –algo de lo que sociedades diversas y plurales como las nuestras están particularmente necesitadas. Sin embargo, ese espíritu rara vez se sitúa en primera línea. Deberíamos preguntarnos por qué.
Dice el refrán que dos no riñen si uno no quiere; pero también vale lo contrario: dos no colaboran si uno no quiere. Me pregunto qué ocurriría si al frente de partidos y gobiernos tuviéramos mujeres no hipotecadas ni contaminadas por prácticas políticas caducas; si tuviéramos mujeres capaces de comprender y trasladar a la sociedad la complejidad de los problemas que afrontamos, y liderar prácticas colaborativas entre géneros, entre equipos, entre territorios. Me pregunto si la sociedad española está preparada para esa clase de liderazgo.