13/06/2021
Publicado en
The Conversation
José Manuel Muñoz |
Investigador en el Centro Internacional de Neurociencia y Ética (CINET) de la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno, y en el Grupo Mente-Cerebro, Instituto Cultura y Sociedad (ICS), Universidad de Navarra
En una escena de la conocida película Minority Report, un marido entra en casa y encuentra a su esposa con otro hombre. Al descubrir el engaño, y pertrechado con unas tijeras, se dispone a matarla. Entonces, una unidad de “precrimen” de la policía, capaz de predecir los delitos violentos antes de que sucedan, irrumpe en el domicilio e impide el asesinato.
Aunque en este caso se trata de ciencia ficción, desde hace años se promueve en diversos países el uso de técnicas neurocientíficas para intentar “leer la mente” y predecir la conducta violenta futura, en especial la reincidente. Así, por ejemplo, han proliferado estudios que, mediante resonancia magnética funcional (fMRI) y otras técnicas de imagen cerebral, correlacionan el grado de activación de ciertas regiones encefálicas, como la corteza cingulada anterior (CCA), con el riesgo de violencia.
Los partidarios de la llamada “neuropredicción” defienden que este tipo de hallazgos permiten al sistema de justicia tomar medidas que impidan la reincidencia y, con ello, mejorar la seguridad ciudadana. Dichas medidas incluyen desde denegar la libertad condicional hasta, incluso, alargar penas por encima de lo establecido en sentencia judicial. Sin embargo, este tipo de interpretaciones se basan en visiones neuroesencialistas del comportamiento, que ignoran el decisivo papel del ambiente y las circunstancias específicas que rodean a un delito. Como bien nos recuerdan el conocido neurocientífico David Eagleman y su equipo, “las vidas son complejas, y el crimen es contextual”.
El problema de la neuropredicción se relaciona íntimamente con el del libre albedrío. Aunque se trata de un concepto filosófico muy resbaladizo, existen dos grandes posturas al respecto cuando se trata de aplicarlo al ámbito penal. Una de ellas es la visión absoluta o retributiva de la pena, que busca asignar castigos proporcionales a la gravedad de los delitos cometidos y minusvalora los condicionantes biológicos que puedan subyacer.
¿Es todo cuestión de neuronas?
La postura opuesta queda perfectamente representada de manera alegórica por el magistral Duelo a garrotazos de Goya, en el que dos hombres, atrapados en el barro, parecen condenados a golpearse hasta la muerte.
Se trata del fatalismo determinista, según el cual carecemos de cualquier atisbo de libertad y responsabilidad por nuestros actos, que son inevitables. Esta mentalidad es ciertamente compatible con una aproximación reduccionista al sistema nervioso: todo se limitaría a las neuronas y sus interacciones físico-químicas.
Tras la defensa de la neuropredicción como medio para evitar la reincidencia se halla, precisamente, una visión fatalista del comportamiento humano; pero esta defensa se enfrenta a tres grandes objeciones.
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Primera: como bien explica Alfred Mele en su excelente obra Libres, existen buenos argumentos para defender que la neurociencia, contra lo que afirman ciertos neurocientíficos, no ha demostrado la inexistencia del libre albedrío.
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Segunda: la neuropredicción se basa en una estimación probabilística del riesgo de violencia y, como tal, no ofrece certezas absolutas sobre el futuro. Por ejemplo, una baja actividad de la CCA parece asociarse a una mayor probabilidad de reincidencia, pero esta no siempre se produce.
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Tercera: al suponer que el sujeto no es libre para impedirlo, el sistema estaría dando por seguro el futuro crimen, y sin embargo se estaría otorgando a sí mismo la potestad para evitarlo. Esta forma de entender un crimen como determinado y no determinado al mismo tiempo, además de ser paradójica, podría llegar a utilizarse para justificar formas tiránicas de ejercer el poder.
No obstante, la neurociencia puede aportar mucho al estudio de la reincidencia sin necesidad de respaldar la neuropredicción ni de, por el contrario, ignorar los condicionantes biológicos del crimen. En un trabajo realizado con una colega del INACIPE de México, y editado por David Eagleman, hemos defendido que la mejor aproximación posible a esta cuestión es la “neuroprevención”: servirse de la neurociencia para disminuir el riesgo de un crimen futuro, nunca para predecirlo.
Seguridad ciudadana y reintegración de los reclusos
Naturalmente, esta prevención debe enfocarse en la seguridad ciudadana. Pero debe ir acompañada de estrategias de intervención diseñadas para mejorar habilidades cognitivas habitualmente relacionadas con la criminalidad (impulsividad, empatía, planificación, etc.) que son dinámicas, es decir, modificables.
En este sentido, técnicas como la fMRI pueden proporcionar una valiosa información complementaria a las tradicionales pruebas de evaluación psicológica aplicadas durante décadas.
Este enfoque permitiría que los reclusos tuvieran capacidad de influir sobre su propio futuro trabajando proactivamente para (si es posible) su eventual reintegración social. El papel del sistema sería, así, el de acompañar su evolución; mundos como el de Minority Report deben permanecer en el ámbito de la ficción.
La neurociencia puede aportar mucho al sistema de justicia, pero le haremos un flaco favor si malinterpretamos sus hallazgos, sobredimensionamos su alcance y adoptamos visiones neuroesencialistas que ignoran el contexto en el que el cerebro se enmarca: cuerpo, ambiente y relaciones personales. Como en tantos otros problemas de envergadura, la reflexión conceptual y el diálogo de esta apasionante disciplina con las ciencias sociales y las humanidades resultan imprescindibles si se aspira a alcanzar una visión más completa (y justa) de la acción humana.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.