04/06/2024
Publicado en
Ethic
Lucas Muñoz Muñoz |
Profesor de la Escuela de Arquitectura
Avanzamos hacia un posible futuro en el que la producción se deslocaliza de la industria y se reduce a la escala del barrio. Un futuro en el que la logística acorta sus distancias o, por lo menos, uno en el que una vez que se desplaza un objeto desde su primera fábrica, la materia que lo compone se mantiene oscilando en trayectorias cortas durante más tiempo en un mismo territorio, cambiando de forma.
La muerte del fetiche material es la vida eterna de la idea que, liberada del objeto, es intercambiable y revisitable a coste cero. Un futuro statu quo que llegará con la culminación de un proceso que quizás se acabe conociendo como la gran digitalización. Hace más de una década que el sociólogo Manuel Castells anunciaba que la gran mayoría de la información mundial ya está digitalizada. Esa dinámica no ha parado y ya no solamente se digitalizan imágenes, vídeos, audios y textos, sino también superficies.
Ya se han visto los coches de Apple escaneando –como antes los de Google grababan–, las topografías de nuestras ciudades. Mientras eso ocurre, enciclopedias digitales de superficies de objetos y mallas de espacios interiores aumentan sus referencias cada minuto, si no alimentadas por estudiantes, por profesionales a la caza del mapa de Borges aumentado a tres ejes: X, Y y Z. Se oirá cada vez más sobre la lenta pero incipiente ubicuidad de impresoras 3D en nuestro entorno inmediato y pronto abrirán un espacio en tu barrio en el que imprimir materia física. Si parece vertiginoso, espera, que pronto la realidad aumentada hará de esto un chiste. Con gafas moveremos las manos y dedos y a lo que demos forma en el aire saldrá impreso en el material que queramos, ya sea plástico, cerámico o metálico, tú eliges.
Avanzamos hacia un posible futuro en el que la producción se deslocaliza de la industria y se reduce a la escala del barrio. Un futuro en el que la logística acorta sus distancias o, por lo menos, uno en el que una vez que se desplaza un objeto desde su primera fábrica, la materia que lo compone se mantiene oscilando en trayectorias cortas durante más tiempo en un mismo territorio, cambiando de forma. Una producción local alimentada por una oferta flotante de posibilidades almacenadas en la nube para las que los materiales de nuestros objetos serán triturados creando una grana que fundir y con la que producir nuevos objetos de uso. Estos, que serán desmontables, destruibles y reimprimibles, nos permitirán una flexibilidad sobre la posesión basada en la capacidad de mutación dinámica absoluta, inmediata, interconectada y de infinitas variaciones.
Si creamos un futuro en el que las partículas de nuestros objetos se mantienen lo suficientemente puras como para poder repetir ciclos, estas no supondrán un residuo. En ese futuro de purezas preservadas y en constante metamorfosis, la escasez y el valor real de lo que extraemos será la norma. Las huellas químicas y sociales de la extracción de materia se verán reflejadas en los precios de la misma. En ese futuro de consciencia material, quizás todos tengamos derecho a unas cantidades limitadas de cada elemento, susceptibles de un recálculo cíclico, y con las que podremos negociar entre nosotros digitalmente en un modelo parecido al sistema actual de derecho a emisiones de CO2 que se reparten los países, pero con peso, volumen y, esperemos, menos caradura. Sería un modelo sostenible de organización de la posesión de los materiales y, por ende, de su uso, que controlaría una parte considerable de su circulación. Un sistema de custodia con el que desligar socialmente la conexión física entre el acto de consumir y la noción de poseer.
Será un contexto que requerirá de un modelo de creador con visión artesana pero capacidad semiindustrial, que mezcle la genética vernacular de lo manual y lo virtuoso con las inagotables herramientas digitales de la reconquista de la producción, que hibride las raíces y el folclore con una consciencia global, creando un retorno a las verdaderas políticas materiales de lo local. Una economía de la creación y la reparación 2.0 orquestada en un futuro en el que quizás veamos cómo se repite una versión del sistema de gremios del feudalismo precapitalista, en el que los artesanos dominan territorios, materias locales y técnicas, creando a su alrededor un ir y venir de aprendices viajeros que adquieren las técnicas de su maestro, y emigran a un territorio propio donde ser también maestros y desarrollar sus objetos desde sus recursos y materias regionales. Un sistema, ya en cierta manera, renacido hoy en los pequeños talleres artesanos y de diseño, donde se desarrollan experimentos con esa noción del objeto local, pero con una clara influencia y vinculación a lo internacional. «Think global, dig local», declaran Atelier NL, y es que la deslocalización de las fuentes de creatividad con respecto a los lugares de producción es uno de los bordes deshilachados del tejido industrial que heredamos. No obstante, necesitamos volver a apropiarnos de los medios de producción y de las fuentes materiales haciendo de ambos un valor local, abierto y circular.
Como todo, esto también tiene sus riesgos. Si antes de todo este meollo, solamente con atisbar el comienzo del ruido de los medios, Guy Debord ya avisaba de que hemos pasado de la cultura del «tener» a la del espectáculo del «aparentar», quizás ahora entramos poco a poco en su hipérbole: un aparentar con las posibilidades infinitas del «mutar». Es posible que este furor de ideas flotantes, materializadas temporalmente por artesanos locales, nos vierta en un periodo de objetos camaleónicos únicamente definidos físicamente por la cantidad de material que poseemos para crear sus componentes y las suscripciones que mantengamos con las infinitas posibilidades de metamorfosis digitales de partículas en transición. «Espera, si tienes un poco de aluminio, me imprimo unas gafas con el último modelo de mi suscripción y nos vamos», a lo que otro responde: «Usa mi llavero, me lo regalaron ayer en un evento».
La vuelta a los talleres nos emancipará de «lo que se nos da» como grupo, para permitirnos explorar «lo que podemos dar» como individuos. Una relación con la materia que instruye y calibra la dificultad de la creación y, por tanto, valora su coste material, energético y social. Una parte de la disciplina del diseño se independiza así de la industria, vuelve a engancharse a la artesanía, se ofrece a sus comunidades locales y se populariza a través de canales de conocimiento empaquetados en videotutoriales o instrucciones DIY (do it yourself), creándose un escenario plural, participativo, contextual, de colaboraciones, influencias y polinizaciones cruzadas y que surge como reacción a la idea del autor hermético, solitario, egocéntrico y genial.
Si avanzamos hacia una escasez de trabajo por la sustitución máquina-humano, el valor añadido de la creatividad y la creación individual será la base y no el exceso. Será la norma y no la excepción. Códigos y fuentes abiertos y comunes con los que entraremos en una época de bastardización de los orígenes puros, en la que continuas mezclas de estilos, técnicas y funciones serán producidas en cualquier rincón y comunicadas en abierto para servir de punto de partida a las siguientes.
Un círculo creativo, autorregenerativo y evolutivo en el que el homo faber (el hombre que hace o fabrica) de Max Frisch se unirá al homo ludens (el hombre que juega) de Huizinga para volver a formar una sociedad abiertamente creadora, comunalmente creativa, territorialmente original, materialmente circular, con producciones microindustriales en las que se junten la artesanía con lo digital dando materia a ideas y conocimientos compartidos de manera rizomática y creados de manera participativa.