03/07/2022
Publicado en
ABC
Manuel Casado Velarde |
Catedrático de la Universidad
Raro es el día en que los psicofármacos, por defecto o por exceso, no son protagonistas de alguna noticia. “Doparse para vivir: España se refugia en los ansiolíticos”, era el título de un reportaje en este diario ABC. Más recientemente, era titular de noticia el dudoso éxito de que España había conquistado el primer puesto del mundo en el consumo de medicamentos para tratar la ansiedad y el insomnio. Un título con el que ha destronado a Estados Unidos, que llevaba años a la cabeza. La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) ha denunciado, una vez más, los alarmantes datos sobre el uso de benzodiazepina en España, una herramienta terapéutica, al parecer, de eficacia esquiva y no exenta de efectos secundarios y riesgos de generar dependencia.
En el aumento del consumo de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes en los últimos tiempos, no se descarta, desde luego, la precaria sanidad pública ni la falta de especialistas en salud mental ni, más recientemente, la pandemia de covid-19. Sin embargo, la proliferación creciente del uso de tales sustancias no es algo nuevo. Asistimos, desde hace decenios, a una hipermedicalización del sufrimiento y de la ansiedad, tratándolos con prescripciones de antidepresivos, cuando tales situaciones anímicas pueden ser, si no inevitables, experiencias normales de la vida.
Es un hecho que la oferta intensiva de entretenimiento se muestra incapaz de colmar la sensación de vacío existencial y de vértigo de muchas vidas. Es más: a veces la agudiza, por el estrés que provoca; una sensación de atolondramiento que movimientos como el slow down o el denominado mindfulness tratan de aplacar o contrarrestar.
Sin un diagnóstico correcto de la causa, sin embargo, es difícil atajar el mal. La indigencia más radical que puede aquejar a una persona es la falta de sentido para su vida, escribió, tras la experiencia de los campos nazis de Auschwitz y Dachau, Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido (1946) que, increíblemente, sigue figurando entre los más vendidos. Pero, como señaló Václav Havel, “la tragedia del hombre moderno no radica en el hecho de que desconoce cada vez más el sentido de su vida, sino en que eso le preocupa cada vez menos”. Hoy prevalece el cinismo de pensar que, ya que hemos caído en la ratonera, vamos a comernos el queso (Landero).
Y aquí vienen, como anillo al dedo, los nada despreciables auxilios de la poesía y, en general, de la gran literatura de todos los tiempos. «Amo la literatura –escribe Todorov–
porque me ayuda a vivir. La literatura, más densa y más elocuente que la vida cotidiana, amplía nuestro universo, nos invita a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarlo. Abre hasta el infinito la posibilidad de interacción con los otros, y por lo tanto nos enriquece infinitamente. Nos ofrece sensaciones insustituibles que hacen que el mundo real tenga más sentido y sea más hermoso. Permite que todos respondamos mejor a nuestra vocación de seres humanos».
La Literatura, en efecto, permite entender la condición humana y armonizar el ser de los lectores. No era otra la función de la catarsis en la tragedia griega: con la “palabra bella” se trataba de purificar al espectador de sus propias bajas pasiones, al verlas proyectadas en los personajes de la obra. Y “el buen orden del alma –escribe Laín Entralgo en su ensayo La curación por la palabra en la antigüedad clásica–tiene siempre beneficiosas consecuencias corporales. La acción de la palabra es tan intensa que opera como si el discurso mismo fuese un verdadero medicamento”. La literatura puede hablar, así, a las más profundas necesidades
humanas. Razón tenía Gabriel Celaya: “Poesía necesaria / como el pan de cada día”. Parafraseando al poeta de Hernani, se puede reconocer que la poesía es un fármaco cargado
de futuro.
Con su llamada a la contemplación, la poesía tiene algo propio que aportar para descubrir el sentido; o, al menos, para pararse a pensar en medio del torbellino de esta
civilización del espectáculo (Vargas Llosa). “Un primer acto de resistencia –escribe el filósofo y político francés Bellamy– consiste en volver a conectar con el lenguaje, en proteger el poder semántico de las palabras. Tenemos que recuperar juntos el sentido de lo real y para eso tenemos que recuperar juntos el sentido de las palabras. Esto es tanto como decir que la verdadera urgencia política es, en realidad, poética”.
Sin un anclaje fuerte en lo real, sin confianza en que pueda haber algo sólido en que apoyarse, la existencia humana se torna insegura, al arbitrio de incontables incertidumbres y
perplejidades. Como afirma el psiquiatra británico Wilfred R. Bion, “la verdad es esencial para la salud psíquica”. Más aún: según Kafka, “la verdad es lo que todo hombre necesita para vivir. La vida sin verdad no es posible. Quizá la verdad sea la vida misma”.
En el mundo astillado y desgarrado en que vivimos, “acostumbrados a la razón rota de la Postmodernidad, entendemos con dificultad que poesía, ciencia y filosofía fueron en origen una sola cosa –escribe el poeta Juan Antonio González Iglesias–. El mundo antiguo es un mundo confiado. Confía en que las cosas tienen sentido. El anhelo de la poesía antigua es el mismo que el de la ciencia”.
José Hierro veía la actividad poética como “la tarea cicatrizadora / de restañar con palabras nuevas / las heridas antiguas”. Con palabras de Novalis, “la poesía sana las heridas que la razón inflige”. La poesía, en suma, nos torna menos dependientes de los efímeros estímulos del entretenimiento adictivo o del recurso compulsivo a los remedios químicos. “Un libro con vida tiene un poder inimaginable de sanación. Hay libros que son como refugios de montaña o bombonas de oxígeno. Farmacias portátiles” (Jesús Montiel).
Manuel Casado Velarde, catedrático de la Universidad, es autor del libro Más poesía y menos Prozac, Madrid, Breves Rialp.