Javier Díaz-Giménez , Profesor del IESE, Universidad de Navarra
El euro, España y el futuro de la Vieja Europa
Como todos sabemos, los países que forman parte de una unión monetaria renuncian a sus monedas locales y comparten una moneda común. También es sabido que los miembros de las uniones monetarias comparten necesariamente su política monetaria y sus tipos de cambio. Pero no todas las uniones monetarias comparten su política fiscal.
Los estados de EEUU y las autonomías españolas, por ejemplo, pertenecen a dos uniones monetarias cuyos miembros comparten la política fiscal. En cambio, los 16 países que forman parte de la Unión Monetaria Europea tienen políticas fiscales independientes. Y como estamos viendo estos días, con las tribulaciones de la deuda pública griega y el riesgo de contagio a la deuda española, el talón de Aquiles de las uniones monetarias formadas por países independientes es precisamente ése, la falta de una política fiscal común.
Las ventajas para los países relativamente pequeños como el nuestro de pertenecer a una unión monetaria son muchas. Automáticamente, disfrutamos de una de las políticas monetarias más solventes del mundo: la del Banco Central Europeo (BCE). En términos prácticos, esa política nos ha servido para disfrutar en los últimos 10 años de las tasas de inflación más bajas de la posguerra.
Además, nos ha permitido aguantar perturbaciones como la crisis de Argentina, de enero de 2002, sin apenas enterarnos. Y hemos disfrutado de unos tipos de cambio mucho más estables que los que tuvimos durante la última década de vida de la peseta. Los costes de transacción con los demás países del euro se han reducido notablemente, y eso nos ha permitido ampliar nuestros mercados e intensificar la competencia, lo que siempre redunda en mejoras de la cantidad y la calidad de las mercancías y en reducciones de los precios.
Claro que como nada es gratis, hay inconvenientes. El más evidente es que los ciclos económicos que afectan a cada país pueden desacompasarse, y la política monetaria común puede no ser la política idónea para cada país en cada momento. Entre 2002 y 2007, ese desajuste de los ciclos ha sido especialmente evidente en el caso de la eurozona. Los países del núcleo duro de la Unión Monetaria -Alemania y Francia que por sí mismos suponen el 47% del PIB de la eurozona, y que llegan al 60% si les añadimos a Holanda, Bélgica y Austria- experimentaron unas tasas de crecimiento muy lentas y la política monetaria fue muy expansiva durante mucho tiempo.
El BCE mantuvo los tipos de intervención en el 2% entre junio de 2003 y diciembre de 2005. Esos tipos favorecieron el crecimiento de los países del núcleo duro, pero contribuyeron de forma decisiva al endeudamiento excesivo de España, Irlanda y Grecia, y a la formación de las burbujas inmobiliarias irlandesas y españolas. Una política monetaria más acorde con nuestras necesidades probablemente habría limitado nuestra expansión de entonces y habría favorecido nuestra recuperación ahora.
Para resolver los problemas que plantea la política monetaria única, ayuda mucho que haya una movilidad del trabajo, como la hay entre los estados de Estados Unidos, como la hubo en su día entre las regiones españolas, y como no la hay y difícilmente la habrá entre los países de la eurozona.
También ayuda que los salarios reales sean flexibles a la baja. O sea, que los salarios nominales caigan más deprisa que los precios. Cuando no ocurre eso, la coordinación fiscal se hace imprescindible. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE es un intento de los países de la eurozona de limitar las divergencias de sus políticas fiscales, pero perdió su eficacia cuando Francia y Alemania se lo saltaron.
Además los déficit no estaban limitados en el caso de una contracción del PIB como en la que, por desgracia, todavía nos encontramos. Por eso, los miembros de la Unión se han reunido para decidir cuál es la mejor manera de resolver la crisis de la deuda griega. Por eso y porque, aunque no lo parezca, en el corazón de la eurozona late un proyecto que es más político que económico.
Bueno, por eso y porque los costes de rescatar a Grecia no son nada si los comparamos con los de la Segunda Guerra Mundial. Sobrecoge recordar que en los 10 principales países de Europa occidental murieron ocho millones y medio de personas, y que en 1945 el retraso acumulado del PIB de esos 10 países era de 263 años. Y nadie quiere que esa atrocidad se repita.