Alejandro Navas, Profesor de Sociología, Universidad de Navarra
Bárcenas, Cornide y Böhr
La corrupción política, esa plaga que no cesa. A finales de 2010, la Fiscalía General del Estado informaba de que siguen abiertas 730 investigaciones a cargos políticos por corrupción: 264 contra políticos del PSOE, 200 del PP, 43 de Coalición Canaria, 30 de CIU, 24 del Partido Andalucista, 20 de IU, 17 del Grupo Independiente Liberal (GIL), 7 de Unión Mallorquina, 4 de Esquerra Republicana de Catalunya, 3 del Bloque Nacionalista Galego y 3 del PNV. Están casi todas las siglas de las urnas en este siniestro ranking. A fines del 2009 se registraba un balance parecido. Sería preocupante que los medios de comunicación pudieran llegar a meter en el "congelador" esa crónica, para sacarla cada fin de año y publicarla tal cual, como se hace con acontecimientos que se repiten de modo regular y en circunstancias previsibles.
De este cáncer nadie se libra: partidos nacionales y regionales, grandes y pequeños, en el poder y en la oposición, aunque resulta evidente que el poder, con el consiguiente acceso al dinero público, facilita el delito. La ciudadanía sigue con interés e intranquilidad el desarrollo de las denuncias e investigaciones, si bien el eco mediático no guarda siempre relación con el verdadero alcance del caso. Basta comparar, por ejemplo, la difusión dada al affaire de los trajes de Camps con el silencio que envuelve al escándalo de mayor entidad en cuanto al dinero manejado: el cobro de más de cincuenta millones de euros en comisiones urbanísticas por parte de los sucesivos alcaldes de Ciempozuelos, asunto del que no ha vuelto a saberse nada después de que saliera a la luz hace un par de años. Parece que esa localidad madrileña es una pieza poco importante en el tablero de la política nacional. O por una vez, y de modo excepcional, quizá se ha conseguido guardar el secreto del sumario.
Los gerentes o tesoreros de los partidos políticos no lo tienen fácil. Se podría investigar si esa función atrae a individuos corruptos de antemano, dispuestos a hacer todo lo necesario para llenar a cualquier precio las arcas del partido -sin descuidar el propio bolsillo, que lo cortés no quita lo valiente-, o si más bien es la función la que acaba corrompiendo a personas honradas y bien intencionadas, que sucumben ante las presiones. Los esfuerzos de sus partidos por salvarlos, una vez descubiertos sus manejos, resultan penosos, como se aprecia en los casos de Bárcenas y Cornide. Pienso, por contraste, en lo ocurrido con Christoph Böhr, Presidente de la Unión Cristiana Demócrata (CDU) en el Land alemán de Renania-Palatinado. Pocos meses atrás salieron a la luz pagos irregulares por importe de 400.000 euros en relación con la campaña electoral de 2006. Böhr tuvo que dimitir de inmediato, y la CDU colabora con la Fiscalía para esclarecer los hechos y depurar responsabilidades. La ley alemana admite para estos casos que el Presidente del Parlamento federal pueda imponer una multa hasta del triple del importe defraudado, y la CDU se ha apresurado a decir que aceptará el castigo y que no recurrirá.
La condición humana es igual en todas partes, y la política suele atraer, desde siempre, a ambiciosos sin escrúpulos. No se ha encontrado todavía un sistema para seleccionar a los candidatos y dejar entrar tan solo a los competentes y honestos. Platón, cuando en la madurez de su pensamiento escribe sobre la política, propone que gobiernen los más sabios, que -eso sí- deberán renunciar a familia y patrimonio propios. En su vejez, escarmentado por experiencias y fracasos, el filósofo griego reconoce que tan solo la casualidad permite que los más honrados lleguen efectivamente al poder.
No hemos avanzado mucho a este respecto desde los tiempos de Platón, y no va a resultar fácil cambiar la naturaleza humana. Pero se puede incidir en las condiciones de juego, en la cultura política, y lograr que los corruptos lo tengan más difícil y sepan a qué se exponen. Las democracias más asentadas de nuestro entorno europeo nos muestran que ese objetivo resulta factible. Tienen sinvergüenzas, como nosotros, pero el sistema -la propia clase política, la justicia, los medios de comunicación, la opinión pública en su conjunto- los expulsa en cuanto son identificados. Una cultura política madura no se instaura por decreto: se crea en el día a día, con el esfuerzo de todos. No cabe esperar mucho en este sentido de los propios partidos políticos, constituidos en juez y parte. Es el turno de la sociedad civil: ha llegado la hora de despertar y levantarnos.