Rafael Domingo Osle, Catedrático de la Universidad de Navarra y profesor Visitante de la Emory University
¿Derecho a mentir? No, gracias
El autor sostiene que es un error del proceso penal permitir al imputado tratar de engañar al juez. Dice que, como da igual mentir que no, el instructor ya parte de la idea de que querrán confundirle
La reciente comparecencia de la Infanta Cristina ante el juez Castro ha despertado un intenso debate en la ciudadanía acerca del llamado derecho a mentir, como parte integrante del derecho de defensa del cualquier ciudadano imputado en un proceso penal. No me refiero al multisecular derecho al silencio, a callar total o parcialmente la verdad para no perjudicarse a uno mismo, a no declararse culpable, en definitiva, sino al derecho a mentir abiertamente al juez en el proceso penal, al derecho a intentar engañar al instructor de una causa, como manifestación concreta de la presunción de inocencia y del derecho a la tutela judicial efectiva garantizados en nuestra Constitución.
Aunque ni la Constitución ni las leyes españolas hablen expresamente de un derecho a mentir, la jurisprudencia de los Tribunales Constitucional y Supremo lo han avalado en sucesivas ocasiones con sus sentencias. Por eso se puede decir que en España está ampliamente aceptado este derecho a mentir, que, sin ser absoluto, pretende proteger al imputado en el proceso penal de una manera muy peculiar. Se trata, en definitiva, de que, por una parte, el imputado pueda decir lo que le venga en gana ante el juez del proceso penal, pero, por otra, que no pueda alegar ante los tribunales este derecho a mentir como una posible vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva. En otras palabras, un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional basado en el hecho de que se vulneró el derecho a mentir de un ciudadano no prosperaría en nuestro país.
El derecho a mentir es compartido por los franceses, por cuanto tampoco condenan de perjurio al sospechoso que declara en su favor con falsedades. En Estados Unidos, en cambio, un pretendido derecho a mentir sería inconcebible. La quinta enmienda deja claro que a nadie se le obligara a ser «testigo contra sí mismo», pero en modo alguno esa expresión abre la puerta a la mentira. Las garantías procesales incorporadas en 1966 tras el famoso caso Miranda tampoco lo avalan. Recientemente, el Tribunal Supremo declaró inconstitucional una ley sobre apropiación indebida de mérito y protegió a un californiano que tuvo la ocurrencia de presentarse en público como héroe de guerra y poseedor de la medalla al honor. Saltó entonces a la prensa la idea de que el Tribunal Supremo estaba defendiendo un derecho a mentir. Pero no era así. Lo que realmente hicieron los magistrados fue descriminalizar la actuación de los sinvergüenzas, con fundamento en la libertad de expresión, a la que los americanos son tan aficionados.
A los mentirosos y caraduras, los acaba condenando la vida. No hace falta que lo haga el Derecho, comentó uno de los jueces con la ironía que les caracteriza.
¿Debe existir, en verdad, un derecho a mentir ante el juez, con el fin de evitar o minimizar una condena Mi respuesta es clara, nítida, contundente. No, no debería existir en ningún ordenamiento jurídico democrático avanzado y moderno un derecho a mentir, tal y como está planteado por nuestra jurisprudencia. El llamado derecho a mentir es perjudicial para la sociedad, para el propio ordenamiento jurídico e incluso para el mismo imputado, pues atenta contra su dignidad. El derecho a mentir no amplía la lista de derechos y garantías procesales, sino que la empobrece. La doctrina del derecho a mentir denigra, mancha, degrada, produce una ruptura irreparable entre Moral y Derecho, como si se tratara de dos realidades completamente diferentes y sin ningún tipo de conexión. Esta ruptura explica que los juicios penales, tantas veces, se conviertan en verdaderos espectáculos mediáticos, y las declaraciones de imputados, en auténticos monumentos a la mentira socialmente aceptada como medio de defensa y difundida por los medios de comunicación. Los efectos de la mentira son corrosivos, devastadores en toda sociedad fundada sobre principios éticos sólidos. También los de la mentira controlada, e incluso los de la mentira procesal. La mentira es mentira dentro y fuera del proceso, y no está justificada ni jurídica ni moralmente. Cuando se fomenta y practica sin reservas, la sociedad se envilece y el ordenamiento jurídico se desprestigia.
Cuando la mentira se integra abiertamente en el proceso, el abogado defensor se convierte en un maestro del engaño dedicado con pasión al arte de enseñar a mentir a sus clientes con el fin de conseguir sentencias absolutorias. Por su parte, los jueces instructores acaban perdiendo sensibilidad ante los imputados que desean sinceramente decir la verdad, porque no hay diferencia procesal alguna entre declarar la verdad o no y el juez sabe que es muy probable que le estén tratando de engañar, al estar permitido. Así, el juez instructor sólo espera del imputado que le transmita una versión coherente, congruente y verosímil de los hechos, fabricada con imaginación en los despachos de abogados entre códigos y leyendas. Por este camino, el mundo del Derecho se rodea de la mentira, de la simulación, de la ficción, de la apariencia. Y se descarría.
El derecho a mentir es un arma de doble filo y genera un círculo vicioso. La mentira engendra mentira y, cuando se enraíza en una comunidad, se hace muy difícil el diálogo social. Una comunidad política debe esperar de sus ciudadanos que digan la verdad en todo momento. De otra forma, se rompe la cohesión social y se hace imposible el ejercicio de los derechos. Sólo se me antojan dos excepciones, en casos en que medie coacción o se trate de puro entretenimiento. En el reino de la coacción y de la fantasía no cabe la mentira porque no cabe la verdad. Donde hay coacción, no hay libertad, y donde no hay libertad, no hay verdad posible que declarar. Si dos encapuchados armados llaman a mi puerta y preguntan por un familiar con el fin de secuestrarlo, no hay mentira si trato de engañarles diciendo que ha salido, falleció, o lo primero que se me ocurra, porque falta la libertad necesaria para actuar con voluntad propia y poder decir la verdad. Verdad y libertad van del todo asociadas.
En nuestro proceso penal moderno, no se produce coacción alguna que anule la libertad, como sí sucedía, en cambio, en ciertos procedimientos antiguos tanto del Derecho continental europeo como del Derecho anglosajón. Si al imputado se le otorgan tantas garantías procesales es precisamente para que se pueda celebrar el proceso en un marco que permita declarar la verdad con libertad o callar, si este es el deseo del imputado. Si el juez que me llamó a comparecer no espera de mí que le cuente la verdad, me está denigrando, está atacando mi honorabilidad, mi dignidad, pues de toda persona ha de esperarse, por principio, que diga la verdad. Cuestión distinta es que no se castigue siempre al que mienta en una declaración como imputado, y sí, en cambio, al que lo haga como testigo, con el fin de facilitar su declaración. En este caso, ya no estamos en el ámbito de los derechos, sino en campo de la despenalización, que es mucho más amplio y distinto.
Tampoco cabe la mentira en el mundo de la imaginación y del entretenimiento, como he dicho, pues falta el ánimo de engañar. No se miente cuando se cuenta un chiste, se escribe una novela, se filma una película de fantasía o se exagera jocosamente una circunstancia. Esto es obvio. Por eso, con la mentira avalada por el ordenamiento punitivo, la declaración del imputado se convierte en juego, en entretenimiento, en cuestión mediática, en ficción, en espectáculo, donde la verdad material interesa poco. El proceso penal, sin embargo, es algo más que un juego. Cuando el Derecho se erige en juego, se acaba jugando con las personas y se les deja de tratar con la dignidad que merecen.
El Derecho es real, de contenidos, no puramente formal. Valora los hechos, no las imaginaciones. Por eso, la verdad objetiva es fundamental. Esa verdad está formada a partir de pruebas y declaraciones, y sobre ellas debe pronunciarse el juez. En una sociedad democrática, nadie tiene el derecho a obstruir positivamente esa labor judicial, ni tan siquiera el imputado. Este puede callar, pero no mentir, abstenerse de colaborar positivamente con la Justicia, pero no obstruir la causa con mentiras de laboratorio. Una sociedad que permite jugar con la verdad de esta forma, acaba siendo esclava de la mentira. Y la mentira siembra odio, y el odio, división. Y la división genera violencia política, mediática y social. Repensemos la doctrina penal sobre el derecho a mentir y construyamos una sociedad desde la verdad y la libertad, y no desde la falacia y el espectáculo.