14/02/2022
Publicado en
The Conversation
David Galicia |
Profesor de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra
Permítanme que les cuente una historia basada en hechos publicados hace ya algunos años. Concretamente en nuevos hallazgos sobre la biología de los plesiosaurios, en cálculos sobre tasas de extinción de especies y en algunos avances sobre aspectos ecológicos de fenómenos globales como el ocurrido hace unos 200 millones de años, momento en el que situamos a nuestra protagonista.
Kansas nadaba disfrutando del sol y del frescor del agua. Ocasionalmente, buceaba tras algún banco de peces y volvía a la superficie para calentarse y echarle un ojo a las crías. Era una plesiosaurio realmente grande, de varias toneladas de peso y la más anciana de la manada. Gozaba de una vida relativamente tranquila, típica de quien se sabe en lo más alto de la red trófica. Al igual que hicieron sus padres con ella, Kansas había enseñado a su prole dónde encontrar las mejores presas, a protegerse de temporales y desconfiar de algunos vecinos. El mundo, aparentemente inmutable, discurría sin sobresaltos ni grandes novedades. Eso sí, tenía la sensación de que el mar ya no sabía como antaño y que hoy en día las presas parecían más pequeñas y escasas. Los adolescentes le miraban con desdén cuando hablaba de esas cosas. Y quizá tuvieran razón. Igual era su perspectiva del mundo la que había cambiado. Al fin y al cabo, ella también recordaba lo exagerada que le parecía su abuela.
Difícilmente nuestros protagonistas podían conocer los dramáticos procesos que habían comenzado miles de años atrás, alterando la química de océanos y atmósfera a la vez que modificando radicalmente la forma de las tierras emergidas. Pangea, el gran supercontinente, comenzaba a fragmentarse dando paso a la era Jurásica en la que los dinosaurios dominarían la Tierra. De nuevo, la corteza terrestre se ponía manos a la obra para remodelar la cara de nuestro planeta. Miles de millones de toneladas de óxidos de azufre, carbono y otros gases pasaron a incorporarse a la atmósfera influyendo radicalmente en el clima global. La temperatura subió produciendo la fusión de los depósitos de metano que, a su vez, alimentaron el calentamiento del planeta. Nuevos mares se abrieron e inmensos territorios pasaron a encontrarse bajo las aguas mientras otros emergían para volver a recibir la luz de un sol que recordaban mucho más joven. Demasiados cambios como para pasar desapercibidos por la Biosfera. El registro fósil nos cuenta que cerca del 80% de las especies desaparecieron en este periodo de tiempo. Kansas no lo podía saber, pero estaba viviendo de primera mano la extinción del Triásico-Jurásico (TJ).
Este tipo de eventos catastróficos se conocen con el nombre de extinciones masivas. No hay nada biológicamente excepcional en que las especies se extingan, sucede constantemente. Sin embargo, durante los eventos de extinción masiva el número de desapariciones es extraordinariamente grande (normalmente se consideran pérdidas superiores al 75% de la diversidad conocida) y rápido. Hasta la fecha, se han identificado cinco grandes eventos en los que la magnitud y velocidad de extinción rompen abruptamente la escala: tres anteriores al TJ (en el Ordovícico, Devónico y Pérmico) y otro 135 millones de años más tarde, en la transición del Cretácico al Terciario (KT), que acabó con la práctica la totalidad de los dinosaurios.
Pero catastrófico, abrupto y rápido son adjetivos que evocan una imagen poco afín a la realidad. Estamos hablando de fenómenos a escala planetaria que implican inimaginables cantidades de energía. Las dimensiones de tiempo y espacio son tan grandes que incluso los momentos geológicos etiquetados como cambios drásticos pueden extenderse cientos de miles o millones de años. Es muy difícil determinar cuánto dura un evento de extinción masiva, pero las estimaciones siempre hablan de varios millones de años (salvo quizás en el caso del KT, donde la colisión del meteorito sí que pudo causar un impacto a escalas decadales o menores). Además, las extinciones registradas en océanos y tierra firme pueden estar desfasadas millones de años debido a complejos efectos en cadena dentro de la red de interacciones de la Biosfera.
Desde que la humanidad ha empezado a ejercer un efecto significativo sobre los ecosistemas (pongamos unos 10.000 años) son muchas las especies que han desaparecido directa o indirectamente por nuestra causa. Las cifras que se barajan con los grupos más conocidos (como mamíferos, aves o anfibios) sugieren que estamos lejos de ese 75%, pero en algunos grupos los porcentajes de especies amenazadas de extinción (especies que previsiblemente desaparecerán en un futuro próximo) se acercan al 50%. Respecto a la velocidad, no hay dudas. La actual tasa de extinción nos llevaría, en un tiempo geológico equivalente, a un impacto sobre la Biodiversidad comparable a la de las cinco grandes anteriores. Estamos, como Kansas, siendo testigos de un gran evento de extinción masiva.
La extinción del TJ duró varios millones de años y no afectó notablemente a los plesiosaurios pero sí a la diversidad de varios grupos de moluscos gasterópodos, cefalópodos y bivalvos, esponjas marinas y algunos grupos dominantes de tetrápodos terrestres como los tecodontos. Tras disfrutar toda su vida de las maravillas el océano, Kansas jamás se hubiera imaginado estar en medio de uno de los mayores eventos de extinción de la historia de la Tierra. Al igual que ella, podemos estar viviendo los efectos de una gran extinción en curso, pero no darnos cuenta porque somos cortos de vista. En Ciencia, ser miope es equivalente a no tener suficiente información. Necesitamos conocer más, tener mayores series temporales de datos que permitan abordar cuestiones ecológicas clave para entender qué sucede con la Biodiversidad. El impacto que hemos causado en la Biosfera va camino de ser equivalente al de los eventos que desencadenaron las grandes extinciones de nuestro planeta. En esta ocasión no estamos ante un impacto de un asteroide, un fenómeno geológico global o circunstancias astronómicas incontrolables. La actual crisis de la Biodiversidad reside en nuestra forma de interacción con la Naturaleza. Cuanto antes abordemos el tema de la explotación de recursos, su reparto y la gestión de los residuos, antes frenaremos la tasa de extinción actual.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.