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Implicarse con el patrimonio cultural

14/04/2021

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

No es aconsejable sacar los textos fuera de contexto, puesto que se convierten en pretextos. Pero voy a partir de un sugerente título que I. Gabilondo para una de sus colaboraciones periodísticas: “Una sociedad sin puntos en común, es una sociedad sin sentido común”. Me viene como anillo al dedo para reflexionar sobre el patrimonio cultural como signo de identidad común y elemento de cohesión y vertebración de nuestros pueblos.

Recientemente, el año 2018 fue declarado como Año Europeo del Patrimonio Cultural, con el objetivo de animar a descubrir y comprometerse con el rico acervo recibido, reforzando el sentimiento de pertenencia a un espacio común. El lema adoptado fue “Nuestro patrimonio: donde el pasado se encuentra con el futuro”.

Patrimonio, tradición e identidad son tres conceptos que se relacionan pero que poseen su propio ámbito. Por tradición entendemos lo que se nos ha transmitido del pasado, aunque hay que tener en cuenta que no es inmóvil e inalterable, sino dinámica, cambiante y adaptativa. El patrimonio, material e inmaterial, constituye la expresión de la cultura de un grupo humano y establecen un vínculo entre generaciones. La identidad se refiere a la tradición y al patrimonio, teniendo siempre en cuenta que el ser humano es gregario y busca coincidencias, en aras a sentirse miembro de un colectivo, desarrollando el sentido de pertenencia.

La identidad de nuestros pueblos ligada a su patrimonio

La identidad cultural de un pueblo viene definida a través de múltiples aspectos en los que se plasma su cultura, como el legado histórico-artístico, la lengua, las relaciones sociales, los ritos, las ceremonias propias, los comportamientos colectivos y otros elementos inmateriales. Monumentos y objetos resultan específicamente eficaces como condensadores de valores. Por su presencia material y singular, como bienes culturales concretos, poseen un elevado significado simbólico, que asumen y resumen el carácter esencial de su contexto histórico Los bienes culturales ayudan a profundizar en la historia de los pueblos y perfilan su propia identidad, personal y colectiva.

El concepto e idea de patrimonio se configuraron en el siglo XIX, tras las experiencias de destrucción a causa de las guerras y revoluciones, que hicieron desaparecer muchas huellas de un pasado aborrecido que quería borrar. Una circular de la Convención Nacional Francesa de 1794, tras las múltiples destrucciones, recordaba: “Vosotros no sois mas que los depositarios del bien donado a la gran familia, la que tiene derecho a pediros cuenta. Los bárbaros y los esclavos detestan las ciencias y destruyen los monumentos artísticos. Los hombres libres los aman y los conservan”. En España, tras las desastrosas consecuencias de la Desamortización de Mendizábal, no tardaron en surgir las Comisiones de Monumentos provinciales para tratar de frenar una catástrofe en patrimonio, mueble e inmueble, bibliográfico, musical y documental.

Al apreciar nuestro patrimonio cultural, podemos descubrir nuestra diversidad e iniciar un diálogo intercultural sobre lo que tenemos en común con otras realidades. Al respecto, nada mejor que recordar esta reflexión de Mahatma Gandhi: “No quiero mi casa amurallada por todos lados ni mis ventanas selladas. Yo quiero que las culturas de todo el mundo soplen sobre mi casa tan libremente como sea posible. Pero me niego a ser barrido por ninguna de ellas”.

Una sociedad avanzada y libre debe salvaguardar y gestionar adecuadamente su patrimonio

Una sociedad avanzada, culta y con altos niveles de bienestar, no puede consentir que su patrimonio cultural esté ausente de su devenir cotidiano. El progreso, en cierto modo, se puede medir por el nivel cultural alcanzado por la misma. Ello ha generado que, en países desarrollados, exista una gran demanda social en torno al uso y disfrute de los bienes culturales. Este hecho se ha convertido en una exigencia ante las instituciones, lo que se ha traducido en el derecho de los ciudadanos a la cultura, como reconocen distintos textos constitucionales. Esto último ha llevado también a valorar los riesgos que suponen las masificaciones y los aspectos positivos y negativos del turismo cultural.

En este sentido, hay que insistir en que el uso y disfrute del patrimonio cultural puede y debe ser rentable desde una gestión que implique su investigación, conservación y difusión. Las directrices de la UNESCO y otros organismos insisten en el conocimiento, difusión y sensibilización en torno a los bienes culturales, proponiendo a los estados programas de educación e información mediante cursos, conferencias y seminarios en todos los grados de la enseñanza, reglada y no reglada, en aras a promover y realzar el valor cultural y educativo del mismo. Entre los numerosos textos emanados de altas instituciones, destacaremos uno de la Convención para la salvaguardia del Patrimonio arquitectónico de Europa de 1985, en el que se apela a “sensibilizar a la opinión pública sobre el valor del patrimonio arquitectónico no sólo como elemento de identidad cultural, sino también como fuente de inspiración y de creatividad para las generaciones presentes y futuras”.

Entidades locales y patrimonio

Afirma Julio Valdeón que la historia de un pueblo es de todos sus habitantes y constituye el mejor soporte para saber hacia dónde se camina. Si ese pasado se vincula a testimonios materiales, a los bienes culturales, la conciencia colectiva será mucho más fuerte. Perder las referencias del pasado equivale a borrar el camino y favorecer la desorientación. Octavio Paz escribió aquello de “la arquitectura es el testigo menos sobornable de la historia”, afirmación que puede extrapolarse a otros bienes culturales.

Faustino Menéndez Pidal nos recordaba que “el pueblo que no conoce su pasado, que ignora las vías por donde llegó a estar donde está y a ser lo que es, queda a merced del que quiera mostrarle una historia falsificada con fines sectarios. La instalación en la historia es la más sólida base del hombre, porque condiciona todas las estructuras que le sitúan en la sociedad. Cuando la pierde, queda sin raíces, privado de elementos de juicio y de elección”.

Los monumentos, las piezas y diversos objetos que hemos recibido desafían al tiempo, constituyen una puerta hacia el pasado y son una forma de viaje por la historia que, en muchas ocasiones, conllevan algo trascendente. Sin todos esos testimonios del pasado, el individuo corre el riesgo de perderse en un mundo falto de referencias tangibles, en donde el presente puede parecer eterno. Contemplar, pensar y razonar en torno a los bienes culturales ayuda a entender el pasado, vivir el presente y proyectarse hacia el futuro sin complejos.

Hace unos días tuve el placer de leer un artículo de M. A. Troitiño en una conocida revista que difunde cuestiones patrimoniales de la Fundación Santa María la Real de Aguilar de Campoo. En su texto reflexiona sobre el mundo rural y el legado cultural con gran dosis de sentido común y realidad. Afirma que el patrimonio es un pilar importante para ofrecer planes integrales para el desarrollo rural, pero ni la panacea ni el único elemento para tal fin. Para intervenir y salvaguardar su patrimonio cultural material e inmaterial, en ocasiones inmenso, necesitan no sólo textos jurídicos que se quedan en los cajones, sino la voluntad y el compromiso político acompañado de recursos económicos significativos. Todo en aras a generar actividad económica que atraiga y, sobre todo, fije población.

Tampoco podemos olvidar que la historia y el propio patrimonio han sido utilizados por el poder político, en numerosas ocasiones, como fuente de legitimación y justificación, ya que el pasado se reescribe, no pocas veces, en función de las necesidades e intereses del momento. Actualmente, nos toca vivir, el problema de la deconstrucción de construcciones y bienes con una carga ideológica concreta, realizados en tiempos pasados, en base a construcciones historiográficas bastante acríticas, pero que fueron expresión de situaciones concretas. Desde las portadas románicas, con tanto interés en remarcar en algunos vicios y pecados por parte de la Iglesia, hasta las expresiones del poder político, abundan los ejemplos. Para leer la memoria colectiva, mejor la conciencia colectiva, por aquello de que la memoria es muy selectiva, nada mejor que la presencia de las obras materiales para poder explicar visualmente un contexto histórico determinado. Y no vale recurrir a argumentos como la mediocre calidad de unas obras, como si sólo se debiera preservar la producción de los grandes artistas, a fortiori, si poseen otros valores. Valgan como testimonio, estas frases de alguien, tan poco sospechoso de conservadurismo, como Víctor Hugo, en 1871: “Si hay que destruir un monumento a causa de los recuerdos que trae, tiremos abajo el Partenón, que recuerda la superstición pagana; derribemos la Alhambra que nos representa la superstición mahometana; hundamos el Coliseo, que recuerda las fiestas atroces donde las bestias comían hombres. En una palabra, destruyamos todo, pues hasta nuestros días, todos los monumentos han sido hechos por la realeza y el pueblo no ha comenzado todavía los suyos. Hacer el mal queriendo hacer el mal es perversidad (villanía); hacer el mal sin querer hacerlo es ignorancia”.

A modo de coda

Termino con una constatación. Aunque existen numerosos ejemplos de lo que no se debe hacer, me gustaría destacar la ejemplaridad de aquellos alcaldes, concejales y gestores culturales que, desde hace décadas, lo han tenido claro, colaborando con los propietarios de conjuntos de todo tipo, superando polémicas estériles y procurando dinamizar el estudio, conservación y difusión de las obras con claridad, profundidad y verdad. De ese modo, el conocimiento por parte de los ciudadanos se traduce en aprecio y cariño hacia el acervo cultural, como mejor garantía para su conservación. Hombres y mujeres que, sin ruido, porque “el bien no hace ruido y el ruido no hace bien”, han comprendido que una persona no es importante o sabia por ocupar un cargo, sino que el prudente y sabio hace grande al cargo. Y con la alusión a la sabiduría, no me refiero a la erudición, sino a esa mezcla de saber y de moral, de ciencia y de conocimiento, de trabajo y de orientación vital hacía lo justo, lo verdadero y lo bello.

Enhorabuena a tantas personas que, desde su anonimato y su sabiduría, vienen colaborando con sus acciones en pro de la conservación del patrimonio para legarlo, como mejor dádiva, a futuras generaciones. Desde sus localidades han sabido gestionar, dejándose aconsejar por expertos. En muchos casos han dado ejemplo a algunos políticos que, como diría Baltasar Gracián, quieren “ser siempre gallos de la publicidad, y cantan tanto, que enfadan”.

He sido testigo en numerosas localidades de la geografía foral, a lo largo de varias décadas, de cómo los asistentes a ciclos de difusión en torno a su rico patrimonio, han seguido con atención distintas intervenciones y han salido satisfechos, llegando a redescubrir su pasado en los grandes edificios, fuentes, puentes, yacimientos, arquitectura civil y doméstica y piezas de todo tipo, así como en “el arcano de las cosas que parecen vulgares y son maravillosas” (Valle Inclán dixit). Tras el conocimiento, viene el aprecio y una decidida actuación en pro de su conservación. Invitar, animar, inspirar y entusiasmar en torno a los bienes culturales pueden ser los objetivos que complementen al aforismo que recuerda: Nihil volitum quin praecognitum (Nada es querido si antes no es conocido).