Pablo Blanco Sarto, Profesor de teología en la Universidad de Navarra y biógrafo de Benedicto XVI
El candidato de Dios
«Los cardinales han ido a escoger a un papa hasta el fin del mundo». Esa fue la broma que hizo nada más salir a la loggia delle benedizioni. Cayó bien. Un jesuita venido «del fin del mundo» fue elegido romano pontífice. Es ahora el obispo de los romanos y el papa de todos los católicos. Jorge Mario Bergoglio escogió para sí el nombre de Francisco I. ¿Y por qué no Ignacio o Javier, como buen jesuita? Francisco Javier podría ser sin embargo una buena referencia para este pontificado. El arzobispo de Buenos Aires no salía en casi ninguna de las quinielas de los vaticanistas, pero todo el mundo clamaba por un papa misionero.
«Si la Iglesia permanece encerrada en sí misma, auto-referencial, envejece», había dicho el futuro papa en el último sínodo sobre la evangelización. Un papa latinoamericano, hijo de la emigración europea. Y es que las estadísticas son más que elocuentes. Del total de católicos, unos 350 millones viven en Europa y Norteamérica, mientras que 750 millones están en Latinoamérica, África y Asia-Pacífico. En Latinoamérica residen hoy casi un 40% de los católicos. Sin embargo, recordaba Messori, «Sudamérica abandona el catolicismo al ritmo de miles de hombres y mujeres cada día. Existen otras cifras que atormentan a los episcopados de aquellas tierras: desde el inicio de los años ochenta hasta hoy, América Latina ha perdido casi una cuarta parte de sus fieles».
Hacía falta pues un papa místico y misionero. Ha querido llamarse Francisco, como el de Asís. El poverello fue capaz de reformar la Iglesia, de reconstruirla. En la Porciúncula rehizo un templo con sus propias manos, y renovó la Iglesia entera con su mensaje de pobreza. Tal vez en un mundo en crisis (no solo económica) esta propuesta puede ser más que oportuna. San Francisco buscaba además la armonía de la naturaleza. Llamaba al sol, Hermano Sol; a la luna, Hermana Luna; al lobo, Hermano Lobo. Al venir de las manos de Dios, los veía como hermanos. Hoy hemos perdido esa hermandad con la naturaleza y el medio ambiente.
Un papa Francisco puede recordar la necesidad de hacer las paces con la naturaleza, también en cuestiones bioéticas. La sencillez del nuevo papa no debe ser interpretada así como debilidad. El cardenal Bergoglio se ha mantenido firme ante los Gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2006) primero y de su mujer Cristina Fernández, después. Bergoglio se convirtió en la única persona de Argentina ante la cual el presidente tenía que escuchar en público y sin réplica una crítica feroz a la pobreza y creciente desigualdad social que atravesaba el país. El nuevo papa da mucha importancia también a los símbolos y ha rescatado algunos de la antigua tradición cristiana caídos en desuso en los últimos años, como el que los sacerdotes impongan las manos sobre la cabeza de los fieles al final de algunas misas. Defender la ortodoxia ante las autoridades civiles en materia de aborto y uniones homosexuales ha sido una de sus prioridades.
De carácter reservado, sabe convertir en una ceremonia íntima desde una misa en la catedral a un bautizo familiar. El papa Francisco empezó su discurso rezando, siguió solicitando oraciones y terminó pidiendo que rezaran por él. Y también por la paz y la fraternidad. San Francisco de Asís procuró establecer la paz con los musulmanes y murió en Tierra Santa. En momentos en que el fundamentalismo de cuño islámico (que, según Ratzinger, debe más a la ideología que al islam) un papa buscador de la paz puede constituir un signo profético.
También es necesaria la paz en la Iglesia. Diferentes grupos y distintas sensibilidades están a veces por encima de la llamada de Jesús "para que todos seamos uno". No acabamos de vivir la espiritualidad de comunión que propuso el Vaticano II, y que Juan Pablo II señaló como una de las señas de identidad para el tercer milenio. Algunos solo ven en la Iglesia una ONG o una organización política. No oyen que Jesús mismo dijo que había que "dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". El nombre de Francisco puede evocar este deseo de unidad, de verdadera comunión dentro de la Iglesia.
Si todos caminamos juntos, en la misma "compañía", podremos cumplir mejor la voluntad de Cristo. "La Iglesia es de Jesucristo, no nuestra", repetía con frecuencia Benedicto XVI. Tal vez lo olvidamos. Al no tener en cuenta el espíritu de Francisco, el espíritu de Jesús, convertimos a su Esposa en guerra de guerrillas, enfrentamiento entre distintos bandos. El puente tendido ahora entre Europa y América –el pasado y el presente– puede ser el símbolo de otros tantos puentes que deben ser construidos dentro de la Iglesia. Cualquier peregrino entiende muy bien la necesidad de un puente, sobre todo ahora que bajan crecidas las aguas. Francisco I puede ser un buen pontífice, un buen constructor de puentes.