15/04/2024
Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Recientemente, en una monografía sobre los dibujos en el proceso creativo de las artes en Navarra, analizamos, en uno de sus capítulos, aquellos dibujos que no tuvieron como fin la realización de obras de arquitectura, pintura, escultura o artes suntuarias, como los títulos notariales, las portadas de libros manuscritos no destinados a la edición, instancias de maestros, cartas de profesión, administración y pleitos, complemento para el discurso del historiador … etc.
En esta colaboración vamos a ocuparnos de otros dibujos que, generalmente, pasan desapercibidos y que, por su finalidad, no se realizaron con fin artístico de ninguna clase, ni tan siquiera de complemento documental, procesal u oficial, puesto que nacieron llanamente, surgidos de la espontaneidad de quien estaba pasando a limpio unas cuentas o se encontraba en un aula o en su pupitre de su estudio, tomando notas o repasando una asignatura.
Por evidentes motivos, no se trata, en ningún caso, de obras cuidadas desde el punto de vista estético, sino más bien de expresiones rápidas de carácter ornamental, no exentas en algunos casos de lo que pasaba por la mente de su ejecutor, en unas ocasiones la diversión y en otras, el recuerdo, la imaginación o la divagación.
Veremos sendos ejemplos de otros tantos que se han conservado en distintas colecciones particulares y públicas. El primero centrado en un manual manuscrito de aprendizaje de gramática y sintaxis y el segundo en un libro de cuentas de una clausura femenina estellesa.
En una cartilla de aprendizaje de gramática y sintaxis
No es usual encontrar este tipo de documentos y agradecemos desde estas líneas a su poseedor el haberlo puesto a nuestra disposición. Por su carácter, se utilizaban muchísimo, incluso pasaban de una a otra generación. En lo que hoy llamaríamos apuntes, se copian los contenidos de sendos manuales que fueron fundamentales en los estudios de las Escuelas de Gramática del Antiguo Régimen: los libros de Elio Antonio de Nebrija y Bartolomé Bravo. Respecto al primero, hay que recordar que su contenido, escrito en 1481, se convirtió en obligatorio desde fines del siglo XVI. Era un libro redactado en latín y contenía un gran número de reglas. Estas dos circunstancias hicieron que el jesuita Juan de la Cerda redujese su contenido y pusiese gran parte del mismo en castellano. El otro texto al que nos hemos referido, el de Bartolomé Bravo, lo era fundamentalmente de sintaxis latina.
Respecto a la cronología, el manuscrito se realizó en la segunda década del siglo XVIII, a juzgar por la grafía y papel, pero, sobre todo, por alguna de sus anotaciones. Es posible que perteneciese a Juan Miguel de Armendáriz, de difícil identificación, ya que en aquellos momentos y en edad de aprendizaje se documentan en Pamplona distintas personas con ese nombre y apellido. Entre las posibilidades, figuraría un Juan Miguel de Armendáriz, discípulo del destacado maestro arquitecto José Ortega.
Las menciones en el manuscrito a algunos personajes públicos del momento también nos conducen a la misma datación propuesta. Así, se menciona al provisor de la diócesis de Pamplona, don Bartolomé García Delgado, que lo fue en la segunda y tercera década del siglo XVIII.
En algunos inicios de capítulos del manuscrito, así como en sus colofones, se encuentran una serie de dibujos realizados con espontaneidad, ingenuidad, candidez y simplicidad. En la página de inicio del códice se encuentra una composición compleja que adorna el título: De Genere nominum ut continetur in regulis generalibus Antonii Nebrisensis. En la parte superior encontramos unos fieros perros en torno a una cruz; en el centro una torre con tres almenas sobre las que caen tres bombas disparadas por un cañón y en la parte inferior un curioso centauro sin patas delanteras. La composición es posible que guarde algún tipo de relación simbólica con la emblemática, muy presente en las Escuelas de Gramática, incluso con algunas copias de la obra de Nebrija.
En la página que da inicio a los modos y las voces, con tintas rojizas, verdes y negras aparecen formas geométricas y unas enormes flores con algunos perros en actitudes agresivas. Otras portadas se decoran, con profusión de acuarelas verdes, mediante fragmentos de casas, cascos urbanos, con sus iglesias y torreones de las mansiones más principales, sin que falten los consabidos pájaros, tan utilizados por los calígrafos del momento.
En uno de los colofones figura un pájaro sujeto por una de sus patas a una pesa, con otra ave menor. En ambos casos su ejecución se realiza con líneas espirales de ejecución muy rápida. Otros colofones tienen como únicos protagonistas a animales, ora un enorme caballo de cabeza diminuta, coloreado íntegramente en marrón, ora un león con cara humana con amenazantes pezuñas.
Una singularísima representación de la suerte taurina del toro y los perros
Otra de sus páginas recrea la lucha de toros y perros. Ilustra una costumbre taurina en desuso, pero muy en boga hasta el siglo XIX, de la que tenemos constancia en numerosas obras de mosaico, grabados y pinturas de distinta cronología. Los perros de presa sujetaban a los toros para rendirlos, agarrándolos de las orejas, momento en el que un puntillero -tirabueyes, en el lenguaje pamplonés-, con un estoque hería al astado y lo remataba posteriormente. Los tirabueyes, también denominados matabueyes, estaban al servicio del matadero y eran los encargados de conducir a los bueyes desde el barrio de la Magdalena para que se corriesen en fiestas como san Saturnino y santa Catalina. Además de esas tareas, también sacrificaban a los animales para el aprovisionamiento de las carnicerías de la ciudad.
El dibujo simple y sencillo, presenta un gran toro pintado en color marrón, tres bravos perros y el mencionado puntillero con sus particulares saetas, en ambas manos, dispuesto a clavar en el astado. Se trata de una representación excepcional de aquel espectáculo de la Pamplona del Antiguo Régimen.
Son numerosos los documentos que corroboran la presencia de perros de presa en las corridas de toros pamplonesas. En 1628, un testigo presencial de una de las corridas de las fiestas de san Fermín relata lo siguiente: “Soltaron otro toro y echáronle cuatro lebreles tan pequeños, que parecían gozques, embistieron con notable bravura, pero era tanta la del toro, que infinitas veces los volteó a todos, tratándolos tan mal que yo los tenía por muertos; pero fue tanto el tesón que tuvieron en su porfía, que rindieron al feroz animal; tanto pueden perros si llegan a emperrarse”.
Luis del Campo en su monografía sobre Pamplona y los toros en el siglo XVIII dedica unas páginas al tema, afirma que “solían ser perros de nariz chata y abultada cabeza, poderosas mandíbulas y afilada dentadura, orejas algo péndulas y vigoroso cuello, recios cuerpos y largas colas”. Asimismo, aporta numerosísimos datos documentales sobre aquella suerte taurina. En las corridas celebradas en 1717, con motivo del traslado de san Fermín a su nueva capilla, se utilizaron perros dogos. En muchas corridas el público asistente gritaba con frecuencia: ¡perros!, ¡perros!, pidiendo a la presidencia que ordenara echarlos al toro en determinado momento de la lidia, para acelerar la muerte del bóvido furibundo.
Un testimonio harto ilustrativo tenemos de la corrida celebrada en Tudela en 1797, en la crónica del abate Josep Branet, en que afirma que el último toro “fue entregado como desprecio a los perros que le rodearon al instante, le tumbaron por tierra y lo desgarraron implacablemente. Uno de los que combatían en la arena, más furioso contra este pobre toro que los mismos perros le hundió su espada hasta el puño y le vi sonreír cuando por la amplia herida que había hecho salía la sangre a borbotones y se debatía contra la muerte en medio de aquella turba de perros”.
A lo largo del siglo XIX también fue frecuente aquella suerte de los toros con los perros y así lo atestiguan los numerosos datos publicados en la monografía de Koldo Larrea. En 1826 uno de los perros de Leopoldo Francés perdió los dientes en su lucha con los astados, por lo que el dueño fue recompensado con algo más de 42 reales de vellón. En 1831 se emplearon los perros del matadero, protegidos con unos collares y también otros perros dogos traídos desde Bilbao. En 1845, se echaron seis perros al sexto toro, en una corrida a la que asistieron los duques de Nemours. En abril de 1870 todavía hubo un festejo con la lucha de un toro con perros.
El dibujo del manuscrito con este tema del toro y los perros sería, por tanto, una representación excepcional navarra en el siglo XVIII. Al respecto, hay que recordar que en la catedral de Pamplona encontramos ménsulas con el mismo tema, en un contexto en que era costumbre echar perros para que sujetaran al toro, mordiéndole la oreja, escena que siglos más tarde recreó el mismísimo Francisco de Goya en uno de los grabados de su Tauromaquia.
Dibujos variados en un libro de administración de la segunda mitad del siglo XVIII
Otro ejemplo de dibujos ornamentales, lo constituye un libro de gestión y cuentas de las Benedictinas de Estella, realizado por uno de sus administradores, a partir de 1754. A lo largo de algunas de sus páginas, encontramos distintos diseños elaborados con tinta marrón, a mano alzada, con la ayuda del compás y la regla. Algunos son motivos decorativos sin más pretensiones, mientras que otros, con una simbología evidente, se deben situar en el contexto de devociones en alza en aquellos momentos.
Flores, capullos y pájaros son los principales motivos de los folios en donde quedan espacios libres para el dibujo, bien por ser un resumen de cuentas o por dar importancia al contenido contable resultante de un ejercicio. Por lo general, se esbozan margaritas, tulipanes y girasoles. En varias ocasiones se utiliza el punteado en el interior de tallos y hojas de las flores y del plumaje de curiosas y fantasiosas aves.
Otros dos motivos destacan en el libro por su profusión: la cruz de Calatrava y los corazones. En cuanto al emblema de la mencionada orden de caballería, hay que hacer notar que figuró desde la reconstrucción del complejo monástico por fray Prudencio de Sandoval entre 1616 y 1619, en numerosas cartas de profesión de las monjas estellesas y que llevaban en el hábito hasta fines del siglo XIX, además de aparecer en varios escudos del monasterio en el frontal bordado del altar mayor, obra del maestro aragonés José Gualba, entre 1761 y 1763.
Respecto a los corazones, en un convento benedictino y en el siglo XVIII puede tener un dúplice contenido. En primer lugar, el corazón de santa Gertrudis, monja de la orden del siglo XIII, cuyo atributo iconográfico es un corazón en su pecho en el que está el Niño Jesús, en referencia a la famosa frase: “Me encontrarás en el corazón de Gertrudis”. El cristocentrismo de sus escritos místicos se revaloriza con el corazón, como símbolo del amor divino.
Pero si importante era aquel signo en el monasterio benedictino, las décadas centrales del siglo XVIII, cuando se fecha el libro, coincidieron con la difusión del culto al Corazón de Jesús, con la creación de numerosas congregaciones auspiciadas por los jesuitas. En aquel movimiento devocional destacaron la ciudad de Estella y el duque de Granada de Ega. Varias páginas del libro de cuentas ostentan tanto el corazón de Jesús, como el de María. En ambos casos, los anagramas de los nombres de ambos figuran en su interior.