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El interior de la basílica de Ujué durante dos siglos y medio

15/05/2023

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Los interiores de muchos templos, por no decir su mayoría, han variado con el paso del tiempo, de modo que cuando contamos con fotografías de los mismos, la sorpresa suele ser mayúscula al comprobar espacios sin apenas bancos, con enladrillados o encajonados en sus suelos, con sus retablos bastante desfigurados por el polvo y los deterioros propios del paso de los siglos, a lo que hemos de sumar una serie de elementos que se fueron sumando a su exorno, con más o menos fortuna y acierto.

Hoy comentaremos el interior del célebre santuario de Ujué, en el que se ha actuado en el último siglo, al menos en tres ocasiones, a mediados del siglo XX, 1983 y la gran intervención de 2001-2010.

En la primera de aquellas intervenciones, en 1950, se eliminaron, entre otros muebles los retablos que estaban en el frontispicio, justamente delante de los ábsides románicos, así como las pinturas que figuraban en el gran muro que separa la parte románica y la gótica del conjunto. Lamentablemente, casi todo desapareció sin dejar  huella. Vamos a tratar de todo ese exorno mayormente desaparecido: los retablos barrocos y las pinturas, precisando sus autores y cronologías.

Los retablos barrocos

Para la barroquización del conjunto nos serviremos de unas contadísimas fotografías y de los estudios de Biurrun, Jimeno Jurío y Teresa Alzugaray, sobre todo de los datos que proporciona esta última investigadora en su documentadísimo estudio, a partir de los libros de cuentas del santuario. Añadiremos aquí otros, procedentes de los protocolos notariales.

Al igual que en otras parroquias y santuarios, las últimas décadas del siglo XVII y las primeras de la siguiente centuria, supusieron una transformación de los interiores, una vez que patronatos, cofradías y fieles se dejaron llevar por los sentidos, los oros y el color de retablos y pinturas y los sonidos del órgano con sus nuevos registros. Precisamente en Ujué, el franciscano fray Ignacio Morate se encargó de la puesta a punto de dos órganos, el mayor y el menor, en 1675, aunque unos años más tarde tuvo que trabajar en el mayor Félix Yoldi, con una gran intervención. En torno a 1700 se pintó toda la capilla mayor “con colores” y se doró y estofó la paloma, icono y motivo de la aparición y del propio nombre de la titular. A partir de ahí, los retablos dorados como escenografías para albergar a las devociones, las viejas y las nuevas, se convirtieron en los protagonistas de aquel santuario. El púlpito remataría la etapa del barroco más decorativo y castizo, mientras que la sillería del coro y el retablo de San Joaquín pertenecen ya a la etapa rococó.

Respecto a los retablos que se ven en las fotografías de 1919 y 1944, tres en total, dos son similares y otro ubicado en el extremo más ancho y menos alto, hace años que los documentamos en nuestra tesis doctoral sobre el retablo barroco en Navarra, como obra del maestro pamplonés Fermín de Larráinzar de 1702. Como es sabido, con las mazonerías de la pareja se compuso el retablo de la capilla del palacio de Diputación, desapareciendo la mayor parte de sus esculturas. El tercero, dedicado al Cristo de la Vera Cruz, ha corrido mejor suerte y se encuentra en el santuario. Con aquella actuación se comenzaba la barroquización del templo por completo, con un gran tapiz de retablos de talla dorada la cabecera del templo.

Son obra del mejor maestro del taller de Pamplona y veedor de obras de la diócesis de Pamplona, Fermín de Larrainzar (c. 1696-1741), autor del retablo mayor de Larraga (1696), los colaterales de la girola de la catedral de Pamplona (1713) y el mayor y colaterales de San Nicolás de la misma ciudad (1708 y1720), entre otras obras. Se hizo cargo de ellos en 1702 y sus advocaciones serían de la Santísima Trinidad y de San Sebastián. Para el primero haría sendos bultos, el del grupo titular para presidirlo y el de san Fermín para el ático, el de san Sebastián contaba con la talla de san Antón en el nicho del ático. El tercero, iba destinado a la Vera Cruz y en su nicho principal debería representarse en escultura un tema poco tratado en estas tierras, como es santa Elena y su hijo el emperador Constantino agarrados al madero de la cruz, en lo que podemos denominar auténtico escenario. El remate se adornaría con un pelícano y varios atributos de la pasión. Por lo que respecta al cobro, Larráinzar recibiría 230 ducados en tres plazos y los tres altares estarían finalizados en el plazo de dos años a partir de la firma de la escritura. El transporte desde Pamplona, en donde tenía el maestro su taller, hasta Ujué correría por su cuenta.

En las fotografías observamos cómo se habían alterado la iconografía de los dos colaterales, quedando tan sólo san Antón en el ático correspondiente. No ocurrió lo mismo con el de la Vera Cruz, que se conservaba y conserva íntegramente, según el contrato. En una foto publicada por Clavería en la edición de su monografía de 1919 aún se puede ver el bulto de la Santísima Trinidad encargado a Fermín de Larráinzar.

Poco después, en 1706 el prestigioso maestro tudelano José de San Juan y Martín se hacía cargo del retablo mayor del santuario y, terminado el mismo, en 1707, contrató los colaterales de las capillas absidales, uno dedicado a san Pedro, por cuenta del cabildo y otro a la Dolorosa, sufragado por un hijo de la localidad, Simón Nicolay. El primero incorporaría las esculturas del titular junto a san Pablo y san Bartolomé en el cuerpo principal y san José en el ático y el segundo contaría con las tallas de san Juan Evangelista y la Magdalena junto a la titular y san Juan Bautista en el ático.

Complemento de todos aquellos retablos fue su dorado y policromía, que se encomendó a Joaquín Suescun de Elizondo, que trabajó en ellos durante varios años.

El último elemento que se añadió en la etapa de decorativismo fue el púlpito que se ha conservado in situ. De su construcción se hizo cargo, en torno a 1730, el maestro Vicente de Frías, avecindado en Caparroso y autor de la sillería del monasterio de La Oliva. Se doró y policromó dos décadas más tarde por José del Rey.

La “limpieza” de todos aquellos retablos se ha hecho en diferentes momentos. De hecho, el padre Clavería, en la edición de su estudio de 1919, los había sentenciado con el desprecio de estas frases: “En cuanto a los altares, ninguno llega a la talla para que aquí lo estampemos o le dediquemos alabanzas porque todos ellos descuellan por su maldad, se mire a su arte o a su solo aspecto, fuera del altar mayor, de moderna hechura”. Este último se hizo en 1909 con diseño de Saturnino Eguaras, aunque lo finalizaron los talleres de Arrieta y Artieda en Pamplona, consagrándose la víspera del día 1 de mayo de 1910.

Las pinturas de la cabecera

Los tres grandes lienzos tienen como protagonistas la aparición de la Virgen en el centro, y el rey Carlos II y Gonzalo Bustos, padre de los infantes de Lara, que recuperó la vista. Un dato publicado por Biurrun y copiado por Clavería, otros investigadores y nosotros hasta hace bien poco, repite que los realizó José Aróstegui en 1782. Sin embargo, hay que matizar que, según la documentación inédita que manejamos, los pintó en 1787 y que no sólo se encargó de los lienzos sino de todos los adornos que a modo de vítores, panoplias y rocallas rodeaban a las pinturas. Así consta en la carta de pago que firmó el citado Aróstegui “profesor en las artes de pintura, arquitectura y dorado” en Ujué el 1 de julio de 1787, tras ser examinadas aquellas obras por Juan Martín Andrés, autor entre otras obras del retablo de la Virgen del Camino de Pamplona. En el citado documento se anota textualmente que el mencionado Aróstegui “ha construido de nuevo en el frontispicio de la capilla mayor de esta dicha parroquial con sus adornos de talla, escudos de armas reales cuadro de la historia de la aparición de Nuestra Señora, las que representan al rey Carlos Segundo de Navarra y don Gonzalo de Busto que se hallan a los dos costados de aquella, sus ángeles y demás pinturas que se hallan en dicho frontispicio”.

Sobre José Aróstegui sabemos que intervino en el retablo mayor de Gallipienzo (1788-1790), doró el desaparecido retablo de Sansomain y que hizo en 1791 el retablo del Santo Cristo en Santa María de Tafalla. En 1818, se hizo cargo del mayor y colaterales de Cadreita, siguiendo el diseño de José Armendáriz. Años antes, entre 1759 y 1762, se había encargado del cancel de la puerta principal de Ujué, por lo que cobró 1.215 reales. Es posible que a este artífice se le pueda identificar con el homónimo tafallés que cita J. M. Esparza, en 1792, pidiendo licencia para construir una casa entre el pozo de la nieve y la esquina de la casa del conde de Guenduláin.

El relato legendario de la aparición al pastor con protagonismo de la paloma se venía repitiendo secularmente y fue divulgado en obras de gran trascendencia como los Anales de Navarra del padre Moret y el Compendio histórico en que se da noticia de las milagrosas y devotas imágenes de la Reyna de los cielos María Santísima que se veneran en los mas célebres santuarios de España, (Madrid, 1726 y 1740) del jesuita Juan de Villafañe. La protección de Carlos II la habían tratado los historiadores, con el padre Moret al frente y el relato de la devolución de la vista a don Gonzalo Bustos formaba parte de la esencia del santuario, habiendo sido recogida por numerosos autores, entre ellos el del mencionado Villafañe.

Por lo que muestran las fotografías, no se trataba de pinturas de calidad, sino de aparato y escenografía, a lo que colaboraban las rocallas, escudos, inscripciones y ángeles que las rodeaban. La escena de la aparición muestra al pastor con un gran rebañso de ovejas, bajo la gruta y la imagen de la Virgen con mantos con la paloma a sus pies. El retrato del rey navarro está ejecutado como si fuese un monarca del siglo XVIII con su gran manto y peluca, ante un paisaje de Ujué. Se remata en este caso con las armas de la monarquía española con la doble águila, labradas en madera y policromadas. Es posible que tanto este escudo como otros realizados sobre tablas pintadas, cuyos motivos no nos dejan identificar las fotografías, fuesen aprovechados de otros anteriores, como evidencian sus siluetas, mucho más sobrias que las curvas y contracurvas de las cartelas que contienen los textos explicativos de los tres cuadros. En dos de ellos las orlas con mazas y otros arreos militares están pintadas sobre el muro encalado.

Todos estos anacronismos heráldicos e iconográficos se justifican porque la función de las pinturas era presentar ante los fieles lo más aproximado a la imagen real en los momentos de su ejecución.

Al protagonista del milagro, don Gonzalo Bustos lo encontramos dirigiéndose al santuario, con su espada en la cintura, según relatan los textos de su curación. Las fotografías no nos permiten ver el escudo que remata el conjunto, aunque parece que se acompaña también de la doble águila.