Gerardo Castillo Ceballos, Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Me vale. EI auge del conformismo
La rebeldía y el conformismo son dos actitudes contrapuestas. Son como el agua y el aceite, que no se pueden mezclar. Hacerlo sería una incoherencia típica de los adolescentes. Gregorio Marañón sostenía que la rebeldía es el deber y la virtud fundamental de la juventud: “Siendo el estado actual de las sociedades una estructura transitoria necesitada de constante renovación, la fuerza legítimamente impulsora de ese cambio tiene que ser la juventud. Con los años el espíritu se endurece para las injusticias y se acaba por aceptar lo que de joven era incomprensible”. Marañón no se refería a la rebeldía inmadura de la adolescencia, sino a la rebeldía en función de ideales y valores que surge en la etapa juvenil y que puede y debe extenderse al resto de la vida integrada en la juventud de espíritu. Hay jóvenes de 90 años y viejos de 18. Otros pensadores sostienen que ese endurecimiento del espíritu no se debe a la edad: “no es cierto que la gente deja de perseguir sus sueños porque envejecen; envejecen porque dejan de perseguir sus sueños” (Gabriel García Márquez). Quienes dejan de soñar se arriesgan a caer en uno de los peores males de nuestra época: el conformismo. En la sociedad actual sus miembros viven atrapados en un sistema de rutinas y de exigencias arbitrarias de las que es muy difícil librarse. Por ello muchas personas recurren a actitudes conformistas.
El auge del conformismo en Europa ha merecido el siguiente diagnóstico: esclerosis y pesimismo. Para referirse a esa actitud se acuñó en su día el concepto de europesimismo. Se trata de “un síndrome que se caracteriza por la apatía, la desilusión, el embotamiento y la anticipación negativa de lo que en el futuro puede suceder” (Juventud actual y sociedad del futuro). El conformista es una persona sin ambición. Ignora que la vida humana es proyectiva, que debe estar al servicio de nuevas y sucesivas metas por alcanzar. Aspira únicamente a vivir en un mundo ideado a la medida de sus propios deseos y apetencias. Se despreocupa del futuro, para limitarse a lo inmediato y a lo descomprometido. Conformarse es limitarse a hacer lo estrictamente necesario, sea por pereza, por miedo a tomar nuevas y más difíciles decisiones o por temor a dejar en evidencia a otros conformistas. Como consecuencia, el conformista cae en el estancamiento, deja algunos talentos sin desarrollar y desaprovecha muchas oportunidades de ser mejor en lo personal y en lo profesional. El conformismo se está dando mucho actualmente en el trabajo de personas de cualquier edad que toleran la chapuza. Es un trabajo que se ha realizado mal, sin esmero, de manera demasiado rápida y con un acabado deficiente. En su obra El buen trabajo, Schumacher critica la concepción utilitaria del trabajo que no conlleva ilusión. Es una mera necesidad para sobrevivir. Destaca la importancia de educar para “el trabajo bueno”, por considerarlo el principal medio que tiene el hombre para lograr su perfección. La educación para el trabajo no se reduce a las enseñanzas técnicas; incluye también hacerlo con motivos valiosos, competencia, afán de superación y espíritu de servicio. La educación en los aspectos humanos del trabajo corresponde principalmente a la familia, por ser una comunidad de trabajo y de amor, en la que con el buen ejemplo paterno se descubren y viven de un modo natural virtudes relacionadas con el trabajo, como la laboriosidad, la fortaleza, el orden y la perseverancia.
El conformista intenta justificar su mediocridad e indolencia con la conocida expresión “ya vale” o “me vale”. El trabajador mevalista no destaca por ninguna cualidad. Además es maleable y de vida acomodaticia. No concibe la vida como novedad continua sino como repetición, acostumbramiento y rutina. Esto explica por qué suele tener algunos rasgos comunes con el depresivo: tristeza, frustración y ansiedad. Los padres conformistas privan a sus hijos jóvenes de puntos de referencia válidos para proyectar su vida, ya que sus supuestos valores se reducen a la buena vida, con olvido de la vida buena. En ella no caben los deberes cívicos y la solidaridad con los desfavorecidos. Una crítica sintética y certera del actual conformismo es la que expresa Eduardo Galeano con estas palabras: “¿Qué faceta humana nos destruye? El conformismo, la aceptación de la realidad como un destino y no como un desafío que nos invita al cambio, a resistir, a rebelarnos, a imaginar en vez de vivir el futuro con una penitencia inevitable”. Una fórmula para prevenir el mal del conformismo: “Nunca pares, nunca te conformes hasta que lo bueno sea mejor y lo mejor excelente”.