Alejandro Llano, Profesor de Filosofía, Universidad de Navarra
Saber gobernar
Cuando uno descubre que se encuentra en el fondo de un hoyo, lo primero que tiene que hacer es dejar de cavar. Se podría decir, con terminología más académica, que rectificar es de sabios. La sabiduría práctica es la prudencia, virtud propia de una razón que se corrige continuamente a sí misma. Quien desconoce esto, ignora casi todo del arte de gobernar. Y este es, lamentablemente, el caso del presidente Zapatero. No es que no quiera o no pueda: es que no sabe.
Llegó a la presidencia sin apenas experiencia de gobierno. Y, por lo que se ve, no la ha adquirido durante legislatura y media. Domina la táctica, el regate en corto, pero ni siquiera es un aprendiz de estrategia. Como no reconoce sus errores, que ya son muchos, ha de recurrir a ceremonias de ocultación. Hace bien poco nos informaron, por ejemplo, de que el plan de pensiones enviado a Bruselas ¡era sólo una simulación o un simple cálculo! La reforma del mercado laboral –en la que muchos le venían insistiendo desde el comienzo de la crisis- ha pasado de ser algo reaccionario y peligroso a constituir la solución nueva y urgente para la recuperación. Pero ni aún así se ha pasado de lanzar un globo sonda que no ha cuajado de momento en nada concreto.
Davos fue la montaña mágica donde Zapatero vio por fin la luz. Pero no con la lucidez de un Thomas Mann. Además de confirmar allí que es el único líder mundial necesitado de pinganillo en el oído para entender inglés, se enteró de que no nos encontramos precisamente entre los primeros de la clasificación, sino en la cola económica del G-20. La imprevisión suya, o de su equipo, hizo que se encontrara flanqueado por los acompañantes menos deseables: los procedentes de dos de los países europeos más castigados por la crisis, Grecia y Letonia.
Hasta su consejero áulico, el Nobel socialdemócrata Krugman, le advirtió de que España estaba siendo más peligrosa para la economía europea que el innombrable país helénico. Una de las mayores imprudencias en que puede incurrir un gobernante es rodearse de incapaces, para que no le hagan sombra. Zapatero no cuenta con un equipo capaz de preparar planes de reforma laboral con un mínimo de consistencia. Lo único que ha podido presentar ante la opinión pública, para frenar el torrente de críticas procedentes hasta de su propio partido, ha sido una narrativa light en la que se pasa revista a las posibilidades menos comprometidas sobre las que sindicatos y patronal, eventualmente, habrían de llegar a acuerdos. Y hasta los miembros de su Gobierno reconocen que eso no basta para remontar la crisis.
Uno de los procedimientos elementales del buen Gobierno es el despacho periódico con los colaboradores más próximos que, en este caso, son las ministras y los ministros. Pero uno se entera de que pasa meses sin tener una sola conversación de trabajo con alguno de los miembros de su Gobierno. También es elemental que los responsables de una decisión hayan sido consultados o, por lo menos, informados previamente. Pero Zapatero lanza por su cuenta frecuentes globos sonda que sorprenden a los ministros del ramo. Vienen así los desmentidos, las rectificaciones, las órdenes y contraórdenes que generan desconcierto y desorden. Éste no es modo de gobernar. El país acaba por resentirse y la opinión internacional nunca deja de tomar nota.
Lo inquietante de la situación española es que se está generalizando una impresión de desgobierno. Sólo se toman decisiones en áreas polémicas y, dentro de las alternativas, se elige de antemano –y se acaba por imponer– la posibilidad éticamente más disolvente: ampliación del aborto, laicismo radical, manipulación de los emigrantes... Ahora nos dicen que el problema estriba en que el Gobierno no acierta a explicar sus decisiones. Y no se percatan de que, si desvelaran lo realmente que pasa, quizá sería peor. Porque, de momento, nos esforzamos muchos en concederles el beneficio de la duda y en no extinguir las brasas que ya se apagan. La ciudadanía está exagerando su docilidad y su tolerancia. Pero hasta el conformismo tiene un límite. A todos nos conviene que no se cruce esa línea roja.
Cuando un equipo pierde un partido por goleada, el último y desesperado recurso del entrenador y los jugadores es echarle la culpa al árbitro. Pues otro tanto está sucediendo con la teoría de la conspiración, que hasta ahora los propios socialistas habían atribuido en exclusiva al PP. El propio Rajoy se apuntó en televisión el tanto de preguntar si se trataba de una conspiración judeo-masónica, como en pleno franquismo. Ni la oposición ni las libres opiniones de los ciudadanos son culpables de los desaciertos del Gobierno. Tal acusación equivale a matar al mensajero. Y, en una democracia como la nuestra, es obligado el enjuiciamiento público de las decisiones del Gobierno. Airear los problemas y discutirlos es el primer paso para resolverlos.