Juan Alonso García, Rector del Seminario Internacional Bidasoa
Dejando huella
La tarde del sábado 9 de marzo se nos marchó Juan Antonio Gil Tamayo (Zalamea de la Serena, Badajoz, 24.12.1966 – Pamplona, 9.03.2019). Se nos ha marchado dejando huella. Tras un año y siete meses de dura batalla contra la enfermedad, entregó su alma a Dios este sacerdote de 52 años que ha dedicado los últimos 14 años de su vida a ser formador, primero, y director espiritual después en el Seminario Internacional Bidasoa en Pamplona. Dejando huella.
Dejando huella en los cientos de seminaristas con los que ha convivido durante tantos años, y a los que ha acompañado espiritualmente; dejando huella en el equipo de formadores del seminario, que encontrábamos en él una pieza clave por su experiencia, su sentido común y su sentido sobrenatural; y dejando huella en numerosas personas con las que se relacionaba a través de las múltiples circunstancias de la vida ordinaria.
Itziar, una de las enfermeras de la Clínica Universidad de Navarra que le atendió en sus últimos días, comentaba después de su marcha: este hombre tenía un algo especial. Pero creo que lo mismo pueden decir Juan y Conchi, sus amigos farmacéuticos; Arantxa, la secretaria de la Facultad de Teología; José Luis, el conserje ya jubilado; o Andoni, el mantenedor del seminario. Juan Antonio tenía algo especial.
¿Dónde estaba su secreto? Sin duda, en las cualidades extraordinarias que Dios le otorgó, especialmente el don de consejo. Pero también fue el fruto de su esfuerzo personal por asimilar los tres rasgos que el Papa Francisco ha señalado como indispensables en un buen formador a ejemplo del Buen Pastor.
Un formador debe ir por delante del rebaño, con el propio ejemplo, abriendo camino. En Juan Antonio no se aplicaba lo de "consejos vendo y para mí no tengo". De sus labios solía salir un “¡a por ello!” animante, que se aplicaba primero a sí mismo. En los últimos meses de su vida, cuando estaba más limitado de salud, era ejemplar su esfuerzo por adaptarse al horario del seminario, muchas veces con su carrito portátil de oxígeno, o su empeño en celebrar la eucaristía a pesar de sus limitaciones. Las charlas de formación humana y espiritual que recibían los seminaristas se quedaban cortas ante el ejemplo visible de una vida sacerdotal auténtica.
El segundo rasgo de un formador es estar en medio del rebaño, entre la gente. A raíz de su muerte alguien comentaba que Juan Antonio era tan querido porque "sabía escuchar", dedicar tiempo al seminarista recién llegado, interesarse por lo que le contaban unos y otros, esforzándose por recordar un detalle familiar, una preocupación, una afición... Su sonrisa y su mirada superaban todas las dificultades de idioma que podían encontrarse los que llegaban cada curso al seminario desde los más diversos rincones del mundo. Sabía escuchar y sabía estar: nadie como él, tan del Barça, era capaz de bromear con gracia y cariño con otro del Madrid.
Y el tercero: ir por detrás del rebaño, recogiendo con paciencia al que se quedaba rezagado, transmitiendo optimismo y esperanza, confiando en todas las personas: siguió el ejemplo de San Josemaría, quien afirmaba que se fiaba más de la palabra de un amigo que del testimonio unánime de cien notarios juntos.
Juan Antonio se nos ha ido dejando huella. ¿Dónde estaba su secreto? En que supo pisar sobre las huellas del Buen Pastor. Al igual que su querido San Agustín -al que dedicó tanto estudio-, fue un hombre de gran fe y gran humanidad. Uno de sus últimos compromisos en esta tierra fue prometer a su hermano José María, obispo de Ávila, que desde el cielo rezaría por las vocaciones sacerdotales en esa diócesis. Su corazón inquieto no ha parado hasta descansar en el Señor. Descanse en paz.